El
ruido del viento llega sin voz,
el
silencio empapa una soledad
secreta y con aires franciscanos.
Poco a
poco, se empaña el cristal
del
recuerdo. Ayer, hurgando
en la penumbra,
descubría un camino
su
mano sobre el temblor de tu piel.
Estaban
solos y sin palabras,
fundidos
en la penumbra, desnudos
hasta los
pies, en la belleza que deja
el
cansancio cuando se ha desvivido
el instante, infinitamente fugaz,
que
vertió la corriente que te hizo temblar.
Entre
tus carnes y huesos un todo que,
casi
hasta el alma, te vibró colmada.
Pero
eso fue ayer. Su aroma a tierra,
su
ardida dulzura, ahora apenas se nota.
Te sientes
como ajena, íntimamente intrusa
en un
cuerpo empapado de otro cuerpo,
desconocida
isla con exactitud de infinito.
En tu boca,
sin rastros, vive su nombre.
Se
inmola un eco en cada latido
y te repliegas
en el cobijo del lecho,
durmiéndote
en la locura mansa de amar.
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