Colores
y papeles,
todo
rápido
y la
soledad
ahora que
hago con ella?
Aroma persistente
el de
la nostalgia,
efímero
viento invernal
repite
voces
por pasillos
murmurantes
reclamando
adioses
heridos
de futuro
Hay momentos en que me siento hurgador de letras muertas, alquimista de consonantes, carpintero de vocales, constructor de palabras sueltas que solas se arman en papel. Y hay momentos en que solo me veo equilibrista de mis pensamientos, sin poder volcar en la pluma frase alguna que refleje la tumultuosa volatilidad de mis alocados sentimientos. Y hay momentos en que me basta pronunciar por lo bajo tu nombre,para saberme vivo. Entero
Colores
y papeles,
todo
rápido
y la
soledad
ahora que
hago con ella?
Aroma persistente
el de
la nostalgia,
efímero
viento invernal
repite
voces
por pasillos
murmurantes
reclamando
adioses
heridos
de futuro
Vértigo, remolino,
mudez
sin nombre,
reflejo
de tu cuerpo
sujeto
en la memoria.
Entremetida
criatura
plegada
en un absurdo
desvanecer
del tiempo.
Ausencia
que, presente,
rebasa
los párpados
en
algún lugar de mí.
Con
salvaje
inocencia,
reaparece
en plegaria;
regresa,
corre, escapa,
siempre
viniendo de la nada,
de
estar en un adentro
marchando
por las venas
en gotas
latentes e infinitas.
Se cree
más de invierno la tarde,
mientras
la memoria cursa la vida.
Un
rito de paso, las hora y los días.
Ausencias
tibias en la esquina
desgastada
de manos ausentes.
El
sol, incierto amante longevo,
se
interroga a sí mismo, dudando
en
amortiguar la angustia del vacío.
Lejos rebalsan,
como migas solitarias,
restos
insepultos de una historia.
Las
paredes se despintan en las casas.
De vos,
uva del tiempo, en algún lugar
me acecha
asombro y olor a espera.
Caí en el vacío de sus ojos
de un
solo salto al infinito.
Los
pájaros dejaron de volar
y los crisantemos
apuntaron
sus
pétalos a un nuevo exilio.
El tiempo
fue feroz y furioso,
me cubrió
de hematomas
que
disfracé de otros alivios
en la aplazada
intemperie
de mil
sofocos. Fui quimérico,
espejismo
y reflejo indeciso
de
cualquier mortal pecado,
inercia
vaga de tontas excusas,
hilacha
de una última palabra.
Hasta
que en un abismo de ecos
la
lucidez trajo algo de valor
a mi
desnudo destino incierto,
y pude
huir del carcelero amor
dibujando
alas en mi espalda
y
envenenando con risas el silencio.
En los
bordes de un gesto lejano,
marino
tu cuerpo ligero de azahar
en el tenue
sosiego del sándalo
con la
serena paciencia del agua.
Fuego
fatuo tu contorno en sueños,
ofreciendo
vida, cariño y tu abrigo.
Te
recuerdo en el tiempo perdido,
en la espera
después de la llovizna,
y en el
incauto cielo que sabe a deseo.
Uno, en el fondo,
no debería
morir.
A lo
sumo desnacer,
que es
más fácil.
Retroceder
las huellas
y los tantos
gritos,
nadar
en contra de todo
aquello
que pasó,
resbalar
hacia lo untuoso,
acurrucarse,
solo,
en bocas
del silencio.
Hundirse
en una carne
que no
es su carne,
y que
amniótica cobije,
caliente
y lánguida,
un
deseo imposible
de
sobrevivir al adiós
y al superficial
olvido.
Ella era un tatuaje
que
alguna vez
pensaba
hacerme.
Una
idea en azul,
provocador
paso
que
continuaba
hasta
que punzaba.
Salvaje
anhelo vivo
rondando
en sangre.
Carente
de coraje
para
lacerar la piel,
germinó
una amarga
ausencia
en tintas.
Se abre el cierre de la vida
por
detrás de una avenida.
Apura
el paso una sombra
blanda
y tibia, palpitante
como
vapor de alcantarilla.
Hecha
grito, una voz llama
detrás
de un oxidado ornato.
Tambalea
la calle con el eco
buscando
volver al silencio.
La
indiferencia hace que duela
el
grito de alcohol y cigarrillo.
Blando
y tibio el mutismo sigue
como puñalada
por las calles.
Las
personas solo pueden ser
a veces,
tristes inviernos sin sol.
Palabras
y palabras,
dagas
que atraviesan
aquella
tibia ausencia
y la
esquina gastada
donde
se acurruca
la brizna
de un guiño.
La
lengua prohibida
al
beso y al lenguaje,
invierte
en desencantos
construidos
en el aire.
Meros
refugios inciertos
que rebalsan
los párpados.
Apenas
un ritual de paso
esta vida
como destino.
Energía de carne perentoria
se prende
de mis espigas
y sus
zonas transversales,
en una
alborada impaciente
que
sacude la estupidez
con
que todos mis sueños,
(grotescos
y sin finalidad)
guían
mi humanidad nocturna.
Asomo
al ritmo del mundo
con un
inventario efímero
de tus
muy breves rubores.
Tu
cuerpo, huérfano de cautela,
desnuda
una soledad adulta,
resuelta,
firme, (y desvestida),
me apremia
a no moverme,
reconociéndome
hombre
en tus
misterios escondidos.
tercas
y taciturnas,
en
veda de caricias,
como carne
pulsativa,
hurgan
en el viento
distancias
que bostezan
la
solitaria estupidez
de
fatales errores.
Cavan las
uñas lo hondo
de
aquello que duele,
y se
cuelgan del silencio
atrapadas
en nudos
de sombras
entrecortadas
como mudos
puertos.
Ancestral,
vuelvo en lluvias,
pero
ya todo es en vano.
Bajo la cúpula aletea un dragón
travestido
de ángel y hambre.
Es la
ausencia en la intemperie
que
excava el sentido del amor.
Busca mil
formas y se instala,
acomodado,
donde el abandono
incendia
con sonido de recodos
devorando
lo que no se ha ido aún.
Enormes
abrigos para manos frías,
busco
articulaciones ardorosas
al
calor de una batalla vespertina.
Húmedas, las pestañas del invierno
deshilachan
frutos de las siestas.
En el
desamparo de la tarde suspendida
la
angustia es no poder descubrirte
en
esas gotas de tu ausencia.
El hombre estaba allí,
patéticamente
intruso de sí mismo,
arrasado
y ultrajado
por perros
verdugos de ojos amarillos
que le
nacían de adentro.
Cruzado
por el tiempo, crujía en su cárcel
de
cansancio y hastío.
La
tristeza, esa corrosiva sal amarga,
errática
e incurable,
corroía
las nervaduras de sus desgarros.
Sin embargo,
estaba allí,
en un
puerto sin pasaporte, sin valija,
en
prematuro parto
de una
inconclusa ceremonia de vivir.
¡¡¡Ah!!!
esas paredes llenas de apéndices,
que
como sigilosos grilletes impedían
que tu
cuerpo se minimizara y huyera
del
abrazo que te estrujaba y disgregaba
en los
elásticos márgenes de las caricias.
Esas
paredes impedían la falsa resistencia
de tu
avidez por defender lo que entregabas.
Por
cauces sin cuidado surgían ansiosos
desmayares
de artificio y necesidades.
Yo
quería siempre más, y vos… ah… vos,
eternamente
dabas el lánguido néctar
con gemidos
de selváticos recuerdos.
La más
profunda oscuridad o la luz solar
albergaban
el torbellino oscuro que nacía,
crecía
y moría, en esas mismas paredes
que
supieron condensar el universo.
Resurjo de pechos furtivos
en algunas
siestas ambarinas,
con aromas
de alfalfa en flor
y ventanillas
de distancias.
Un ácido
aroma de harapos,
tenaz
como exilio obligado
habla
de lejanas renuncias
mientras
me moja de sombras
mordiendo
todo el invierno.
Entonces.
sin inquietud alguna.
rapiño
como premio un regreso.
Leo naderías
en la oscuridad,
triturando
la última voluntad
y un
vino hecho de hojas secas.
Se filtra
una confidencia ajena,
precisa
como una biblia parlante
que
escarba el lugar del sueño.
Allí invoco
dioses de las tinieblas
al calor
de sortilegios paganos.
El
silencio marginal echa raíces,
solo es un huésped inabordable
alojado en la cima de mi
espalda.
La noche misma es tu ausencia
bordando soledades y recuerdos.
El norte se derrumba en mi
mano,
mientras, rastros de espinas
ocultas,
convierten la espera en un fastidio
que tiembla como una esperanza.
De manera nada estrepitosa,
vivimos
la ventura agigantada
del último
empujón final.
Haciendo
gestos, mostrando ganas,
nos
hundimos en misterios,
arrastrando
la aguda pisada
por el
territorio de la ausencia.
Un
andar al que no volveremos,
ni en la
irreverente necesidad
de
nuestras cicatrices desnudas.
Logramos
desclavar la piedad
al peregrinar
por otras alcobas.
Sin
estridencias nos vimos partir,
midiendo
el peso exacto del silencio.
Fue hace
un año, llovía, era de noche.
Húmedos
abecedarios caen,
la
nube subsiste sin palabras.
Un
trueno despierta la siesta,
la
fiebre enamora al horizonte
subiendo,
lenta, unos grados.
Gotas
de agua conquistan la piel,
la
oreja husmea claves para dudar.
El
lecho, trampa sin clemencia,
parece
envuelto en hojas, polvo,
y garras
ásperas hechas de fuego.
Duro
recobrarse en esa telaraña,
al
final, lo que se creía simple alergia,
se
desató en solidez de bronquitis.
como
una trampa para no decir nada.
Pienso
que quererte no fue buena idea,
habré
tenido razones para no amarte,
pero nada
hay que me las recuerde.
Hoy me
ensordece la pulpa del silencio.
Cuando
ando, diría que bostezan las puertas
y
vuelvo a sentir mi costilla en su lugar
mientras
leo a Proust y escucho a Strauss.
Tal
vez mañana pinte libélulas verdes
y
vuelva a traicionamos mutuamente
navegando
la abundancia del desamor,
o tal
vez, arme algún que otro rompecabezas.
Esos que
tienen fantasmas desgarrados.
Tu
palabra desteje tiempos.
En
algún rincón, parpadeando,
la
rutina anida en dos o tres
cajoncitos
deshilvanados.
Allí,
ayer, la ropa húmeda,
como
un ramo de penas viejas,
mostraba
su desamparo.
Llueve
y tu perfume es historia,
historia
prófuga de sí misma,
sin
pasado ni límites precisos.
Una intemperie
que cobija
amarillos otoños sin verbos,
mientras
tus palabras siguen,
en
algún lugar, destejiendo tiempos.
Ilustración "Woman knitting" - Ai-Mitsu
Frente
a la casa había un potrero, después del potrero más casas, y después de las casas,
la salita velatoria.
Era
pequeña, no mas de tres metros por seis, a lo sumo. Una sola puerta, dos
ventanucos en el frente, una ventanita hacia el fondo, seguramente de un baño,
esta de vidrio biselado, la otras con ángeles encastrados en el vitraux (vitro,
con la o tirando a u, diría la maestra de francés), techo a dos aguas, paredes
alguna vez pintadas de crema y en la punta del techo una cruz.
Nada,
una salita como cualquier otra salita, en lugar de salita podría haberse dicho
que era una habitación, o un cuarto para guardar herramientas o lo que sea. Pero
no, era la salita velatoria, y esta palabra, velatoria, le regalaba un halo de
misterio y curiosidad.
¿Por
qué? ¿Porque allí se velaban a los muertos, porque otra cosa sino? Y los
muertos, en la infancia son una cosa seria. Seria y desconocida, sobre todo
para los que no teníamos que guardar ningún riguroso luto hasta ese momento.
Se
morían los de otros, casi siempre los viejos, alguna que otra vez un vecino,
como el marido de la maestra gorda que un día apareció duro en el asiento de su
Škoda modelo 60, auto feo si los hay.
Si,
sabíamos que la muerte andaba dando vueltas por allí y que dos por tres se
cargaba a alguien, pero ¿Qué era un muerto? ¿Quién había visto a un muerto?
Nadie y lo que no se ve, pero se sabe que existe (por mas que los muertos ya no
existen) siempre trae curiosidad.
Tardes
enteras se perdían tratando de darle alguna forma, alguna imagen a un muerto.
Es lo mismo que cuando tu viejo mata un pollo o una gallina… se queda duro,
quieto y listo, opinaban algunos. Otros, los que iban al colegio de los curas,
aseguraban que no era lo mismo, un pollo no tiene alma, los muertos si, bueno,
ya no la tienen, pero antes la tuvieron, por eso no es lo mismo.
Días
y días de discusiones profundas, llevadas a cabo con una seriedad asombrosa y
con certezas totalmente discutibles, pero que eran afirmadas como si fueran
santa palabra.
Que
la amiga de mi tía, la que vive en el centro, un día dijo que ese tipo que se
murió en el hospital, mientras lo velaban se puso a toser, porque no estaba muerto
parece, pero que después si se murió y no tosió más.
Que
dijeron que, en la noche, en la salita velatoria se escuchan voces y se prenden
y apagan las luces, eso lo dijo el mecánico que vive frente a la salita, que el
no tiene miedo, pero que su señora si y los hijos ni te cuento.
Historias,
ciertas, inventadas, oídas de alguien que a su vez la oyó de otro iban
aumentando día a día, semana a semana, la necesidad de saber que era un muerto.
¿Y
qué mejor lugar para encontrar un muerto que la salita velatoria? Si, ya se… el
cementerio, pero en el cementerio no hay un muerto…. Hay muchos muertos y no
vaya a ser cosa que alguno no este todavía del todo muerto y se haga el vivo.
Lo
mejor es la salita velatoria, si hay un muerto va a ser uno solo, dos no caben
y un muerto muerto no puede hacer nada.
El
argumento era válido y tenía la suficiente contundencia como para que lo intentáramos
algún día. Algún día que siempre se postergaba porque aparecían otras urgencias
repentinas.
Hoy
no puedo porque tengo mucha tarea… a mi vieja se le ocurrió que la ayude a
limpiar la casa… hoy no, viene mi primo y tengo que jugar con él… excusas nunca
faltaban… pero también debían tener un límite, porque el que no ponía excusas
ese día, sacaba chapa de valiente y el que encontraba un pretexto para no ir,
sufría el bochorno de ser un miedoso.
Hasta
que un día las evasivas no fueron aceptadas mas y el grupo decidió que ese era
el mejor momento para ir hasta la salita velatoria, ver un muerto y sacarse
todas las dudas.
Era
la media tarde cuando los cinco, el Gordo, los hermanos Sosa, Chiche y Chichin,
mi hermano y yo, nos lanzamos camino a la misteriosa salita. Cruzamos el potrero,
las cuatro o cinco hileras de casas las bordeamos por una calle de tierra, entreteniéndonos
en tirarles piedras a los lagartos y lagartijas que aprovechaban el sol del verano
y por fin llegamos hasta el frente mismo de la salita.
La
puerta estaba cerrada, al parecer por ese entonces nadie se moría de tarde,
todos lo hacían de noche. Las ventanas con sus ángeles enclaustrados no dejaban
ver nada hacia adentro, caminamos hacia la parte de atrás, donde estaba la
ventanilla que seguramente era del baño.
Era
una ventanita chiquita, a medio abrir, dejando un espacio apenas suficiente como para que
pudiese pasar un niño, pero no uno grande, por lo que el Gordo quedó descartado
de cuajo, imposible que pasara por allí, mi hermano y yo éramos de los más
altos, no estábamos seguros de poder atravesar la ventanita, pero si podíamos
ayudar a quien pudiese pasar a alcanzarla, ya que estaba casi a dos metros del
suelo, así que solo quedaban Chiche y Chichin Sosa y de los dos, el mas chico
Chichin, parecía el indicado.
Todos
estuvimos de acuerdo en que era el elegido y en base a amenazas, promesas y
medio de prepo, ayudamos a que venciera su medrosa resistencia y permitiera que
lo alzáramos hasta esa prometedora aventura que nos sacaría de nuestras dudas.
Lo
escuchamos caer dentro de la salita y comenzamos a atormentarlo con preguntas….
Que ves… que hay…. Viste al muerto…
¡¡¡Que
carajo están haciendo aquí!!! Nos asustó la voz del mecánico y solo se nos
ocurrió salir corriendo y el que más rápido lo hizo fue el Chiche Sosa, que se
olvidó por completo que su hermano había quedado dentro de la salita.
Corrimos
hasta llegar al potrero y allí, agitados nos dimos cuenta del lío en que estábamos…
Chichin Sosa no iba a poder salir por su propia cuenta de la salita y de
nosotros ninguno se animaba ni a volver ni a decirle nada a nadie por temor al
seguro castigo que íbamos a recibir.
No
habrán pasado mas de diez o quince minutos, que a los cuatro nos pareció una
eternidad, cuando lo vimos venir al mecánico con el Chichin Sosa de la mano y
llorando.
Lo
había escuchado gritar dentro de la salita y lo ayudó a salir.
Cuando
el mecánico se fue después de retarnos y amenazarnos con contarle todo a
nuestro padres, rodeamos al menor de los Sosa para que nos contara si había visto
o no al muerto.
Solo
vi un inodoro y esa cosa para mear parados, no pude salir del baño, dijo, la
puerta estaba cerrada, la empujaba y no abría.
Los
cinco tuvimos que esperar mucho tiempo para poder saber lo que era un muerto,
pero ya no interesaba.
Olvidar no es sencillo.
Los
pájaros insurreccionan
verbos
del pretérito
y escriben
con aerosol
cartas
en las sábanas.
El
olvido es como chocolate,
su
gustillo persiste
aun
cuando no queda nada.
Nunca
pacta treguas
en su travesía
vertical,
mira
de soslayo y desaparece.
No se
puedo olvidar
al
olvido, siempre vuelve a pasar.