El hombre estaba allí,
patéticamente
intruso de sí mismo,
arrasado
y ultrajado
por perros
verdugos de ojos amarillos
que le
nacían de adentro.
Cruzado
por el tiempo, crujía en su cárcel
de
cansancio y hastío.
La
tristeza, esa corrosiva sal amarga,
errática
e incurable,
corroía
las nervaduras de sus desgarros.
Sin embargo,
estaba allí,
en un
puerto sin pasaporte, sin valija,
en
prematuro parto
de una
inconclusa ceremonia de vivir.
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