Tendió el mantel sobre la mesa, como todas las noches. Prolijamente armó
la mesa para la cena, observó a trasluz la copa para el vino tinto confirmando
que estuviera impecablemente limpia.
Con satisfacción comprobó que los cubiertos estaban alineados con el
plato, la servilleta en su lugar, la botella de vidrio oscuro y etiqueta
brillante que guardaba al Tannat, cepa de reciente descubrimiento en un viaje a
Uruguay, aireaba su contenido para permitir que realzar su sabor.
Se sirvió una entrada de jamón cocido con ananá y azúcar negra, flambeado
al coñac, mientras mantenía caliente el plato principal.
La comida era su vicio, y la cena, el momento de ponerlo en práctica.
Como todas las noches, se sentó a la mesa de la cocina. En ese ambiente,
la comida le resultaba familiarmente hogareña, tal vez, recuerdos de su niñez,
viejas añoranzas de pasadas intimidades.
Frente a él, como cada día, esa presencia que desde hace ya casi diez
años era ausencia, un estar sin participar, la soledad de dos en compañía.
La cocina era un ambiente alargado, de unos tres metros por dos a lo
sumo, la mesa estaba junto a la pared de la izquierda, en la de la derecha las
alacenas, la mesada y finalmente la cocina propiamente dicha donde ahora, una
fuente colocada sobre una vaporera mantenía a temperatura unas pechugas de
pollo rellenas con panceta y manzana rociadas con una salsa de soja, naranja y
miel.
Sobre la pared del fondo, la ventana que daba a la avenida Mitre, un
largo vidrio del piso al techo que solo se abría en su parte superior.
Inclinando la copa, se sirvió el Tannat, lo agitó y sorbió el primer
trago, un aroma sustancioso y profundo le invadió el paladar.
El silencio, profundo y denso, no alcanza a interrumpirse con las voces
de Nana Mouskouri deambulando por el living contiguo.
Fue al momento en que dejó de lado el plato de la entrada e iba en busca
del principal que la vio.
Apoyada sobre la parte inferior de la ventana de la cocina, arañando con
sus patas el impasable vidrio, una rata de pecho blanquecino, lo observó con
sus pequeños ojos negros.
Que la ciudad estaba invadida por las ratas no lo desconocía, pero en los
casi veinte años que vivía en ese séptimo piso nunca había visto alguna, aunque
si había escuchado quejarse a los vecinos de su presencia.
Se quedó observándola mientras acometía con parsimonia sobre la pechuga
de pollo.
No le dio asco ni repugnancia, extrañamente se sentía acompañado y hasta
cierta simpatía se le fue despertando por el roedor.
El ritual se repitió las noches siguientes, se sentaba, degustaba su
entrada y al momento de ir por el plato principal, la visita hacía su
presencia.
Su curiosidad fue en aumento y cada vez la observaba con mayor atención,
prestando cuidado a los pequeños detalles.
Una noche de viernes decidió que no había razón para que ambos
permanecieran separados por el vidrio de la ventana. Abrió la parte superior y
dejo sobre el marco un pedacito de queso.
La invitada no se hizo de rogar y a los pocos instantes estaba sobre el
marco degustándolo, pero esta vez, para su sorpresa, no estaba sola, otra congénere
la acompañaba y ambas, como señal de respeto, pensó, no traspasaron el marco.
Desde ese momento dejó de sentir la pesadumbre que la presencia que era
ausencia sentada frente a él le causaba, los ires y venires de los roedores y
sus malabarismos lo entretenían y le daban un acompañamiento que ya no pensaba
encontrar.
Fue aumentado la cantidad de alimento que cada noche les dejaba y los fue
dejando cada vez más cerca de su mesa hasta que los distribuyo sobre esta
prolijamente ordenados.
Como si esa silente invitación fuera genérica, a las primeras invitadas
no tardaron en sumárseles muchas más, a punto tal que pronto deambulaban por
toda la cocina y el departamento como si se hubiesen adueñado del mismo,
llegando en su atrevimiento a no retirarse al concluir la noche.
A él no le molestaban, por el contrario se sentía agradecido de sus
presencias.
Días previos a la llegada del verano, en una reunión de consorcio, los
vecinos del edificio se quejaron del continuo ruido que salía de su
departamento, chillidos y un metódico roer de maderas se estaban tornando
molestos.
Decidieron hacer una protesta ante la administradora del edificio y esta,
luego de insistir en varias oportunidades ante su puerta sin obtener respuesta formularon
la correspondiente denuncia, pues ya, un persistente olor amoniacal emanaba del
departamento.
Cuando lograron ingresar al mismo una hueste de roedores se espació hacia
su interior, y en la cocina, sentado, con sus manos apoyadas en la mesa, el armazón
de su esqueleto guardaba la gallardía de sus mejores épocas junto a una gran
copa de vino.
Frente a esos blanquecinos huesos la presencia que era ausencia hurgaba
en un plato de sopa.
He visitado La página de los cuentos y, al no encontrarte, mi corazón trabajó rápido con un blum, blum ,blum....Ahora entiendo, las ratas te comieron.
ResponderEliminarEs una alegría volver a encontrarte.
Granada
Cuántos recuerdos por un simple plato de sopa. Me gustó la trama y más aún el final que puede ser ficticio o real.
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