Un extraño adormecimiento lo hacía tambalear,
evitando una caída por el solo echo de aferrarse al cuerpo de ella.
Transitaban una acera rugosa, junto a un viejo galpón
que oficiaba de escuela, cuando, desde una ventana una niña agitó su mano saludándolos.
- Es Trixi – dijo ella – la hija de…
-
- Si, ya se – respondió el con una voz grave – la hija de tu
amiga de la secundaria, la que trabaja en la Marina.
Ahora sus pies pisaban el canto rodado de una
playa apenas bañada por las aguas de un río calmo. Sus ojos seguían sin poder
ver más que el resplandor que lo enceguecía, un fulgor argentino con destellos
dorados que, a mas de impedirle ver, hacía bailotear puntitos negros antes sus
ojos.
Esa ceguera transitoria le molestaba. Se apretó
mas al cuerpo de ella, oliendo la fragancia de su cabello algo revuelto por la
brisa que venía del río.
-
Cuanto tiempo pasó desde
aquello – dijo la mujer apretando su mano – sabés que fue un error y me
arrepiento. No te lo puedo explicar.
-
Diez años – dijo el,
tratando de que sus ojos recuperaran la visión – Ya no importa. Diez años lo
soporte, ni una palabra, ni una disculpa. Ya no importa.
La
luz se tornaba insoportable, hería sus pupilas y se sentía tambalear cada vez más
por el inexplicable mareo.
Lentamente
pudo abrir sus ojos. Por la rendija de la persiana se filtraba un rayo de sol
del naciente día, le daba justo en sus ojos. Se estiró en el lecho, desperezándose,
giró la cabeza y se topo con los ojos de ella desmesuradamente abiertos, un
surco rojo lucía, como púrpura collar en su cuello.
Impresionante!!
ResponderEliminarMil besitos, Sergio.
Nada es casual, y siempre hay un por qué. El sol dispara dardos y no se arrepiente. Bonito relato.
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