de las
muchachas que pasan,
enredadas
en el vacío
del
desvarío que me brota.
Entre
mi carne duelen
los
vientos con que vuelan
mensajes
silenciosos,
feroces
de deseos perpetuos
que
despiertan sus faldas,
mientras
mi mano, lenta,
mengua
su galope
tamborileando
la mesa.
Pecado
es dejarla allí,
cuando
su pulgar podría
acariciar
la carne madura
que se
agota sin sentido
en el primer
eco de un suspiro.
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