Un dos de mayo apenas alborado el siglo veinte, a pocos metros de la casa del cura Zenón Domínguez, descendiente lejano del fundador de Lules, frente a la plaza del pueblo, nació Zenón Canto.
Su
nacimiento hubiera pasado desapercibido, y no hubiera sido noticia, a no ser
por el hecho de que su madre, Gumersinda Canto, era una hermosa morocha,
descendiente de los lules, autóctonos de la región que le dieran el nombre a la
zona, de una notable estatura, cabello renegrido, largo hasta la cintura y para
más datos, soltera, todo un pecado por esos días.
Pecado
que devenía en sacrilegio si la única actividad que se le conocía, a sus veinte
y pico años, era la de oficiar de ama de llaves del cura, lo que no hizo más
que despertar las comidillas del pueblo, por supuesto que a ello ayudó, y
mucho, el nombre del recién nacido.
Tal
vez fue este estigma el que impulsó a este Zenón, desde sus más tiernos años a
ser irónico y pendenciero.
De
su madre heredó el cabello negro, ensortijado, un rostro afable, una cierta
cadencia en el hablar y una mirada profunda y serena.
De
su padre, o al menos del que dijeron que lo era, solo heredó la baja estatura,
una cabeza notable, redonda y el cuerpo
rollizo.
Por
esos años y hasta que el bozo sombreó sobre sus labios, Lules no era más que un
caserío desparramado alrededor de una plaza, en la que la consabida Iglesia era
el centro de atención y de las festividades.
Por
los alrededores, se desperdigaban unas cuantas chacras en las que se cultivaban
hortalizas y los plantíos de cañas de azúcar que daban vida al ingenio del
pueblo y alimentaban los molinos de los ingenios San Pablo y La Merced.
El
resto era monte y más monte que se extendía en forma interminable bordeando el
río del mismo nombre llegando a una bella quebrada que para no gastar
imaginación ni pensamientos le habían puesto la misma denominación.
La
plaza frente a la Iglesia fue el escenario de las primeras andanzas de Zenón
Canto; nada fuera de lo normal, algunas corridas junto a otros chicos, tirar
piedras a las torcazas, más de una pelea cuando alguien hacía referencia a su
supuesto padre o a la soltería de su madre.
La
escuela de la parroquia, la única y en la que en un solo aula se juntaban todos
los chicos del pueblo para aprender a leer y a escribir y por las tardes el
obligatorio catecismo, no lo vio frecuentar muy asiduamente.
Estar
encerrado no le gustaba y prefería la libertad de andar correteando por allí,
cada vez más lejos de la plaza, cada vez más lejos de la Iglesia.
Así
desarrollo su gusto por la libertad y el monte, más tarde, cuando una vieja
escopeta heredada de vaya a saber quién, reemplazó a su honda, el gusto por las
armas.
Los
pecaríes eran sus piezas favoritas, animales más pequeños que un cerdo, pero
igualmente comestibles, abundaban, solo era cuestión de tener paciencia y
esperar que bajaran a la aguada al atardecer.
Al
llegar a la adolescencia, siendo ya mocito, arrimando a los dieciocho años,
agregó el boliche a sus recorridos habituales.
El
boliche era como todos los del interior, una sala inmensa, poblada con algunas
mesas y unas cuantas sillas, en las que cada atardecer, los mismos parroquianos
de siempre se juntaban a jugar al tute o al mus, tomarse una ginebra y dar
rienda suelta a los últimos chismes del pueblo.
Como
buenos hombres de campo, nunca faltaban las referencias a sus tareas habituales
o a sus hazañas amorosas, casi siempre desplegadas en la casa de “la Negra”, la
única prostituta del pueblo.
Desde
que el sol se iba poniendo comenzaban a llegar, y cuando ya la luz del candil
no era más que un parpadeo que daba vida a las sombras que rodeaban el estaño y
las estanterías de bebidas, emprendían el regreso a sus ranchos.
Antes
de la década del veinte, en un pueblo sin luz eléctrica, era la única diversión
masculina, a más de la casa de “la Negra” claro está, y a él, tarde o temprano
iban a parar todos los muchachos que por allí crecían.
Zenón,
no escapó a esa rutina, como tampoco esquivó a esa suerte de rito, que debían
cumplir todos los novatos antes de ser aceptados por los parroquianos.
Por
costumbre, pero más por obligación, les estaba reservada la mesa que estaba
junto a la puerta, una mesa chica, de madera lustrada a fuerza de codos
apoyados y vinos gastados, con una pata más chica que las otras, oscilante por más
que debajo de su pata coja le pusieran lo que le pusieran.
En
verano siempre le daba lo candente del sol, y en invierno el aire frío del
pueblo se colaba por la puerta y así siempre esa mesa era un lugar incómodo.
A
más de ello, nunca faltaba algún parroquiano que se quedara sin cigarros y le
gritara al que ocupaba la mesa que se corriera hasta lo del turco José a traérselos.
Nunca
ningún novato tuvo la idea de negarse. No hacer esa gauchada a un veterano era
todo un símbolo de desprecio. Era el precio que había que pagar para ser
aceptado en el boliche. Y así, las alpargatas, bigotudas de tanto usar,
cambiaban el piso duro, de tierra apisonada del boliche, por el polvoriento de
la calle hasta lo del turco José, el almacenero de ramos generales, en un ida y
vuelta que solo tenía como objeto, pagar el peaje necesario para ser
parroquiano, y, claro está, satisfacer el vicio fumador del mandón de turno.
Zenón
cumplió este rito sagrado muchas veces, siempre con la resignada paciencia de
quien sabe que debe hacer lo inevitable para lograr un objetivo.
Lo
cumplió cada día desde que comenzó a frecuentar el boliche, y cada vez,
finalizaba su cometido con un “Pa´que se
sirva” dirigido al que había solicitado los cigarros.
No
había muchas variantes en los cigarros: o los famosos “Colmena”, negros,
fuertes, sin filtro que se traían de Santa Fe o los que armaba la mujer de don
José, Anastasia, tabaco de la zona encerrado en un conito de chala.
Antes
que comenzara la zafra de ese año, tiempos en que Lules se llenaba de extraños
que venían a la cosecha de caña, comenzó a caer al boliche el Chino Sanabria,
hombre de Monteros, también tucumano.
Era
alto, de hombros cargados y manos grandes pobladas de cicatrices fruto de sus
años de zafrero, algunas logradas por las hojas cortantes de la caña, otras por
el mal manejo del machete, el propio, y en más de una ocasión el ajeno.
Este
siempre lo acompañaba, entraba al boliche, se sentaba en la mesa que estaba
junto al mostrador, cerca de la ventana que, sin vidrios, le dejaba ver la
calle del pueblo y allá en el fondo, la casa de la Negra.
Pedía
un semillón, (nunca tomó ginebra), y se gastaba las horas mirando la
polvorienta calle y la casa de la Negra, aunque, dicen los otros parroquianos,
nunca puso un pie en ella.
Era
extraño el Chino, hombre de pocas palabras, ocultaba sus ojos negros con un
gastado sombrero que siempre echaba sobre los ojos. No tenía amigos, y había
comenzado a llegar a Lules algunos años antes, solo, sin integrar ninguna de
las tantas comparsas que se venían para la cosecha.
En
ese mismo año, doña Gumersinda Canto había encontrado la piedad del pueblo que
la dejó al margen de sus murmuraciones, muriéndose en su rancho gracias a una
enfermedad que nadie supo muy bien cual era, pero que de la noche a la mañana
le quitó la vida como quien quita una pelusa de su hombro.
El
Chino no era hombre mandón, parco, generalmente pasaba las tardes en silencio,
sin que se despegara de sus labios el Colmena, que antes de encender para
fumar, humedecía con la lengua todo lo largo, y golpeaba sobre la sucia mesa
del boliche para compactar el tabaco.
Por
eso extraño el pedido, porque nunca lo había hecho en todas las tardes en que
se había gastado las horas en esa mesa junto al mostrador, bebiendo semillón y
fumando.
Pero
siempre existe una primera vez, o única vez, aunque uno no pueda explicarse el
motivo o la sinrazón de lo que va a ocurrir.
Lo
cierto es que ese día, el Chino mirando el paquete amarillo de los Colmena, se
dio cuenta que se había quedado sin cigarros, primero pensó en levantarse e ir
el mismo hasta el almacén del turco José, pero tal vez por el cansancio de las
horas pasadas mirando la casa de la Negra, o por el sopor que el semillón le
agregaba al atardecer lulence, decidió que lo mejor era mandarlo al pibe, a ese
retacón que se sentaba en la mesa a la entrada.
Azules
moscardones danzaban sobre la vieja escupidera de loza, saltada en el borde, descansada
sobre la base del mostrador, siguiendo los compases de sus propios zumbidos.
Solo
ellos rompen el silencio del boliche.
Extrañamente,
hasta los infaltables jugadores de tute o de mus, están en silencio en ese
momento, el gato, de un indescifrable pelaje, amasijo todos los colores, fruto
quizás de mezcladas aventuras amorosas de sus antepasados, duerme tranquilo,
acurrucando su cabeza junto al porrón de ginebra.
Entonces
se siente el pedido, dicho con voz fuerte, ronca, voz amasada a vino semillón y
tabaco negro: “Guacho, traeme cigarros”
Zenón
escucho el pedido, miró sus manos, las uñas sucias y resquebrajadas, los dedos
ásperos que jugueteaban con un palillo, sus brazos cortos pero fuertes, se miró
las palmas, pálidas frente a lo moreno de su piel, alzó los ojos mirando la
calle, vio la Plaza, la casa del cura, la casa de su madre, que ahora era la
suya, oteo el adobe de sus paredes, el techo de paja, la puerta siempre
entreabierta y creyó ver asomarse por ella a la Gumersinda, gritando su nombre
para que volviese a la casa, el cabello negro, atado en una trenza cayendo
sobre su pecho.
La
vio y vio la casa del cura.
Escucho
el pedido: “Guacho, traeme cigarros”
Se
levantó, puso el palillo en su boca, del lado izquierdo, caminó los necesarios pasos
que lo separaban del Chino, lo miró a los ojos, y mientras al verijero se lo
hundía en el pecho, repitió, como siempre:
“Pa´ que se sirva…..Guacho… tu
abuela”
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