Julio
tiene amaneceres burlonamente grises,
un
frío que se mete por los pies descalzos,
y rocíos
y goteos meditabundos, apenados.
En
ocasiones coquetea el ruido del viento
filtrándose
como una evocación aplastada.
Hay en
julio un balbuceo de hojas temblando,
como
un crepitante útero ausente de flores.
Sorprende
con estrellas a las ocho de la mañana
y te
atrapa con blanca luna a las seis de la tarde.
No es
un mes para andarse quieto ni desnudo.
Por
distraerse, a veces, julio suele ser tibio,
engañosamente
lúcido y sereno, de color ámbar,
como
queriendo desprenderse de la tradición
de ser
un mes en que nada llega a reverdecer.
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