sábado, 23 de agosto de 2025

El Comisario del Viento - El exodo

 

Veintiocho días después de ese acontecimiento, con las primeras luces del alba Zenón Canto, balanceando las piernas al borde de un carretón entraba en La Banda, Santiago del Estero.

La misma tarde noche del hecho, y antes que  se despertara el lógico alboroto en el pueblo, Zenón había ganado el monte, él lo conocía bien y sabía por donde debía andar para alejarse de Lules.

Lo hizo como si no estuviera huyendo, de a pie y con lo puesto, pasó la zona de chacras y se  internó en esos caminos imperceptibles, que solo los pecaríes y él conocían.

Caminó medio bordeando el río, medio caminando por su lecho, cuando lo bajo del agua lo permitía, saliendo de vez en cuando del cauce para volver a internarse en el monte, no con la intención de despistar a sus perseguidores, si es que los había, sino para procurarse algún alimento, en general pulpa de Quimil, un cactus abundante que le daba las fuerzas necesarias para poder continuar.

Por las noches se acurrucaba bajo algún árbol, en cuyo tronco clavaba el verijero, todavía manchado con la sangre del Chino Sanabria, encogía sus piernas sobre el pecho, apoyaba la cabeza en las rodillas y escuchando el ronronear del río descansaba lo andado en el día, en un duermevela que lo mantenía atento a los ruidos de la noche selvática.

Sin saber muy bien cómo, abandonó el recorrido del Lules, y fue pasando por Esquina, Agua Dulce, Araoz y entró a Santiago del Estero por Tacanas, camino de Pozo Hondo ya en la áspera tierra santiagueña.

De allí, en un viejo carretón carbonero, fue llevado hasta La Banda, donde, en la zona rural, se quedó un tiempo embolsando carbón que se cargaba en el ferrocarril hasta la Capital Federal.

El tiempo le fue pasando como le pasaban todas las cosas, sin que se diera cuenta, en los tiempos de su vida santiagueña, que no fueron muchos por cierto, pasó lo más desapercibido que pudo, embolsando y cargando carbón, alejado de los boliches, y sin pisar ni una sola vez la capital provincial, sino hasta aquella vez en que tuvo que llevar el carbón hasta la estación porque el carrero Joaquín Cerezo, andaluz el, enfermó repentinamente sin que le quedara más remedio a Zenón que cumplir con la obligatoria entrega en la estación del ferrocarril.

Llegó a la estación acompañado del cansino paso de los bueyes que arrastraban el carretón, adormilado por el sol del mediodía santiagueño, y medio preguntando medio guiándose por su instinto llegó a la playa de carga del ferrocarril, donde se puso a descargar, sobre la explanada, las bolsas de carbón.

Recibió el pago del comisionista y se dispuso a gratificarse con un semillón en el boliche que estaba frente a la estación.

Dejó el carretón a la sombra de un algarrobo, le acercó agua a los bueyes, trancó las ruedas con el freno, se acomodó la boina sobre la frente, sacudió el polvo del carbón de sus bombachas, viejas, gastadas y lustrosas, y se encaminó al boliche.

No difería mucho del viejo boliche de Lules, solo que, por estar frente a la estación de trenes, tenía muchos más parroquianos, en lo demás era igual, el mismo mostrador, las mismas mesas gastadas de vino y codos, las mismas desvencijadas sillas y hasta sobre el mostrador un gato que, a no ser por la distancia y los años, se diría que era el mismo gato que se acurrucaba junto al porrón de ginebra en Lules.

Eligió la mesa cercana a la puerta, pidió su vino, y se puso a mirar la calle polvorienta y el ir y venir de los santiagueños por la vereda de la estación.

Sobre el fondo del boliche, un grupo de personas conversaba en voz alta, de entre ellos uno parecía llevar la voz cantante, se decía representante del Gobierno Nacional y estaba buscando hombres para incorporar a la policía Territorial en el sur.

Al principio no le prestó mucha atención, pero luego cuando la rutina de los caminantes de la estación lo aburrió y el semillón solo le traía malos recuerdos, comenzó a tratar de entender lo que hablaban.

Así se enteró que allá, en el sur, se estaba necesitando gente para formar la policía Territorial, que la paga era buena, tan buena que con lo que se ganaba en cuatro o cinco años, bastaba para volverse y no trabajar más, según decía el hombre del Gobierno.

No fue esto lo que entusiasmó a Zenón, sino el hecho de dejar el carbón, de salir de ese polvo negro que le manchaba la ropa y le volvía la piel más oscura aún que la que la Gumersinda le había dado al nacer.

Tanteó los cincuenta pesos en el bolsillo de la bombacha, pensó en el asturiano enfermo, en los bueyes bajo el algarrobo, enfrentó estos pensamientos con el viaje a Buenos Aires en tren, pidió otro vino, y antes de que se diera cabal cuenta de lo que hacía se encontraba firmando su conchabo para ser agente territorial, allá… en ese sur que no conocía.



No hay comentarios:

Publicar un comentario