Veintiocho
días después de ese acontecimiento, con las primeras luces del alba Zenón
Canto, balanceando las piernas al borde de un carretón entraba en La Banda,
Santiago del Estero.
La
misma tarde noche del hecho, y antes que
se despertara el lógico alboroto en el pueblo, Zenón había ganado el
monte, él lo conocía bien y sabía por donde debía andar para alejarse de Lules.
Lo
hizo como si no estuviera huyendo, de a pie y con lo puesto, pasó la zona de
chacras y se internó en esos caminos
imperceptibles, que solo los pecaríes y él conocían.
Caminó
medio bordeando el río, medio caminando por su lecho, cuando lo bajo del agua
lo permitía, saliendo de vez en cuando del cauce para volver a internarse en el
monte, no con la intención de despistar a sus perseguidores, si es que los
había, sino para procurarse algún alimento, en general pulpa de Quimil, un
cactus abundante que le daba las fuerzas necesarias para poder continuar.
Por
las noches se acurrucaba bajo algún árbol, en cuyo tronco clavaba el verijero,
todavía manchado con la sangre del Chino Sanabria, encogía sus piernas sobre el
pecho, apoyaba la cabeza en las rodillas y escuchando el ronronear del río
descansaba lo andado en el día, en un duermevela que lo mantenía atento a los
ruidos de la noche selvática.
Sin
saber muy bien cómo, abandonó el recorrido del Lules, y fue pasando por
Esquina, Agua Dulce, Araoz y entró a Santiago del Estero por Tacanas, camino de
Pozo Hondo ya en la áspera tierra santiagueña.
De
allí, en un viejo carretón carbonero, fue llevado hasta La Banda, donde, en la
zona rural, se quedó un tiempo embolsando carbón que se cargaba en el
ferrocarril hasta la Capital Federal.
El
tiempo le fue pasando como le pasaban todas las cosas, sin que se diera cuenta,
en los tiempos de su vida santiagueña, que no fueron muchos por cierto, pasó lo
más desapercibido que pudo, embolsando y cargando carbón, alejado de los
boliches, y sin pisar ni una sola vez la capital provincial, sino hasta aquella
vez en que tuvo que llevar el carbón hasta la estación porque el carrero
Joaquín Cerezo, andaluz el, enfermó repentinamente sin que le quedara más
remedio a Zenón que cumplir con la obligatoria entrega en la estación del
ferrocarril.
Llegó
a la estación acompañado del cansino paso de los bueyes que arrastraban el
carretón, adormilado por el sol del mediodía santiagueño, y medio preguntando
medio guiándose por su instinto llegó a la playa de carga del ferrocarril,
donde se puso a descargar, sobre la explanada, las bolsas de carbón.
Recibió
el pago del comisionista y se dispuso a gratificarse con un semillón en el
boliche que estaba frente a la estación.
Dejó
el carretón a la sombra de un algarrobo, le acercó agua a los bueyes, trancó
las ruedas con el freno, se acomodó la boina sobre la frente, sacudió el polvo
del carbón de sus bombachas, viejas, gastadas y lustrosas, y se encaminó al
boliche.
No
difería mucho del viejo boliche de Lules, solo que, por estar frente a la
estación de trenes, tenía muchos más parroquianos, en lo demás era igual, el
mismo mostrador, las mismas mesas gastadas de vino y codos, las mismas
desvencijadas sillas y hasta sobre el mostrador un gato que, a no ser por la
distancia y los años, se diría que era el mismo gato que se acurrucaba junto al
porrón de ginebra en Lules.
Eligió
la mesa cercana a la puerta, pidió su vino, y se puso a mirar la calle
polvorienta y el ir y venir de los santiagueños por la vereda de la estación.
Sobre
el fondo del boliche, un grupo de personas conversaba en voz alta, de entre
ellos uno parecía llevar la voz cantante, se decía representante del Gobierno
Nacional y estaba buscando hombres para incorporar a la policía Territorial en
el sur.
Al
principio no le prestó mucha atención, pero luego cuando la rutina de los
caminantes de la estación lo aburrió y el semillón solo le traía malos
recuerdos, comenzó a tratar de entender lo que hablaban.
Así
se enteró que allá, en el sur, se estaba necesitando gente para formar la
policía Territorial, que la paga era buena, tan buena que con lo que se ganaba
en cuatro o cinco años, bastaba para volverse y no trabajar más, según decía el
hombre del Gobierno.
No
fue esto lo que entusiasmó a Zenón, sino el hecho de dejar el carbón, de salir
de ese polvo negro que le manchaba la ropa y le volvía la piel más oscura aún
que la que la Gumersinda le había dado al nacer.
Tanteó los cincuenta pesos en
el bolsillo de la bombacha, pensó en el asturiano enfermo, en los bueyes bajo
el algarrobo, enfrentó estos pensamientos con el viaje a Buenos Aires en tren,
pidió otro vino, y antes de que se diera cabal cuenta de lo que hacía se
encontraba firmando su conchabo para ser agente territorial, allá… en ese sur
que no conocía.
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