lunes, 25 de agosto de 2025

El Comisario del Viento - El tren y el mar

 

La madrugada siguiente lo sorprendió sobre un duro banco de madera, junto a otros veintitantos santiagueños, tucumanos y vaya uno a saber de qué otras provincias, hamacándose al compás del traqueteo del vagón del ferrocarril rumbo a Buenos Aires.

Casi todo el viaje lo pasó dormitando, acalambradas las piernas por no poder moverlas en el estrecho espacio del vagón, viendo pasar por la ventanilla interminables verdes, algún que otro caballo, unas cuantas vacas, y estaciones cuyo nombre no alcanzaba a recordar de tantas que eran.

De Buenos Aires no pudo conocer mucho, la estación de Retiro, un viejo camión donde los fueron subiendo, los adoquines que dejaba entrever la lona que cubría la caja del camión, y por fin, el puerto donde estaba amarrado “El Asturiano”, el vapor que los llevaría al sur.

Si el marrón de las aguas del Río de la Plata lo sorprendió por su anchura, el azul verdoso del océano inundó de sorpresa todo su ser.

Nunca había visto el mar.

Ese río de Lules, que tantas veces había recorrido y que lo ayudó a escapar luego que se cargó al Chino era apenas un hilo de agua comparado con este mar que cada vez se hacía más verde más azul y movedizo.

El traqueteo del viejo carretón carbonero de La Banda era un suave arrorró comparado con los brincos que pegaba “El Asturiano” sobre esa espuma blanca que barría toda la cubierta cada vez que la proa parecía cabrestear sobre las aguas.

Muchos días de volver sus tripas para afuera, que ni contarlos pudo, ya casi le habían sacado todo el ánimo al Zenón Canto.

Se maldecía una y mil veces por haber firmado esa papeleta de mierda que ahora lo tenía metido en un camarote de dos por dos con otros tres paisanos tan descompuestos como él.

No había sopa de a bordo ni guiñapo de pan que le aguantara en la panza. Sin temor a exagerar podría decirse que durante esos largos días fue todo arcadas y todo vómito, actividades en la que no se quedaban atrás ninguno de los integrantes de la veintena de futuros Agentes Territoriales.

En un raro momento de calma, al amanecer y mientras trataba de meter aire salobre en sus pulmones y aguantarse los retorcijones que el mate amargo le regalaba en la panza, el Zenón vio que la línea oscura que se extendía a babor se iba agrandando ante sus ojos, y, muy lentamente se iba dorando con la luz del sol.

A poco se dio cuenta que se iban acercando a tierra, la línea se convirtió en lomadas, luego en mesetas y finalmente, cuando “El Asturiano” paró sus máquinas en la entrada de la ría, pudo distinguir algunas matas amarillentas y a lo lejos, muy a lo lejos un caserío como sembrado en una planicie.

El frío le cortaba la piel y el viento lo obligaba a sujetarse la boina con las dos manos.

Resultaba cómico verlo caminar por la cubierta, de alpargatas, bombachas negras, faja también negra rodeando su cintura y escondiendo el verijero, pañuelo al cuello, emponchado, y atajando como podía la boina sobre su cabeza.

Tanto empeño ponía en evitar que el viento se la llevara, que aun estando bajo cubierta seguía sosteniendo su boina con las manos, repitiendo como para sus adentros…”la puta con este viento…”

Tal vez porque fuera gracioso verlo bajo techo aferrando la boina a la cabeza, o tal vez porque de sus palabras solo se entendía la última, fue que la tripulación y el resto de los conchabados comenzaron a llamarlo “Viento”

Finalmente, Zenón Canto, tucumano de Lules, peón carbonero de La Banda, Santiago del Estero, pisaba el puerto de Río Gallegos, y en fila india, detrás de otros tantos mozos como él se encaminaba para la Gobernación del Territorio Nacional de Santa Cruz, resignado ya a jurar como Agente de la Policía Territorial.

Allí vivían poco hombres y mujeres nacidos en esas tierras, la mayoría eran chilenos que llegan en busca de trabajo, argentinos de otras provincias y bastante ingleses que no siempre se mezclaban con los otros.

Todos ellos se adaptaban, por las buenas o las malas a las condiciones climáticas de la zona, no había mucha gente caminando por esas cuatro o cinco cuadras, si es que podían llamarse así, que separaban el puerto del edificio de la Gobernación.

Las pocas que vio, caminaban inclinando la cabeza y parte del cuerpo hacia delante resguardándolo del frío que se seguía sintiendo pese a estar en verano.

La Gobernación era una construcción de chapa, que solo se distinguía del resto de las casa que había podido ver, por un balcón que coronaba la construcción de estilo inglés y que, según comentarios que escuchó, era el que había usado el Presidente Roca en l899 para saludar a los pobladores luego de su encuentro con el presidente chileno Errazuriz en Punta Arenas.

Se sentía algo incomodo cuando salió de ese edificio metido dentro de un uniforme de un color amarronado verdoso y extrañando su ajetreada boina negra, ahora reemplazada por una gorra de milico, con visera, ridículamente grande, aun para su nada despreciable cabeza tucumana.

El sable que colgaba de su izquierda le pesaba demasiado, estorbando su caminar, pero igualmente sentía la confianza de su verijero, escondido debajo del uniforme y bien pegado a su cintura.

Con esa misma estampa, embutido en una botas de caña alta  y con una mentida arrogancia que le infundieron en el mes de “entrenamiento” llegó a principios de marzo del año siguiente  a la zona de Río Turbio, en el límite con Chile, su primer destino.

Las nevadas del año anterior no habían abandonado totalmente esa tierra cuando ya se anunciaban las de ese nuevo año, sobre todo en las zonas cordilleranas. La comisaría, un boliche de ramos generales y hotel al mismo tiempo, y un inmenso desierto escarchado fue todo lo que alcanzó a ver y que, de inmediato supo, sería su “jurisdicción”, la suya de agente raso y la del Negro Molina, cabo, y por consiguiente, Jefe de Comisaría.



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