La
madrugada siguiente lo sorprendió sobre un duro banco de madera, junto a otros
veintitantos santiagueños, tucumanos y vaya uno a saber de qué otras
provincias, hamacándose al compás del traqueteo del vagón del ferrocarril rumbo
a Buenos Aires.
Casi
todo el viaje lo pasó dormitando, acalambradas las piernas por no poder
moverlas en el estrecho espacio del vagón, viendo pasar por la ventanilla
interminables verdes, algún que otro caballo, unas cuantas vacas, y estaciones
cuyo nombre no alcanzaba a recordar de tantas que eran.
De
Buenos Aires no pudo conocer mucho, la estación de Retiro, un viejo camión
donde los fueron subiendo, los adoquines que dejaba entrever la lona que cubría
la caja del camión, y por fin, el puerto donde estaba amarrado “El Asturiano”,
el vapor que los llevaría al sur.
Si
el marrón de las aguas del Río de la Plata lo sorprendió por su anchura, el
azul verdoso del océano inundó de sorpresa todo su ser.
Nunca
había visto el mar.
Ese
río de Lules, que tantas veces había recorrido y que lo ayudó a escapar luego
que se cargó al Chino era apenas un hilo de agua comparado con este mar que
cada vez se hacía más verde más azul y movedizo.
El
traqueteo del viejo carretón carbonero de La Banda era un suave arrorró
comparado con los brincos que pegaba “El Asturiano” sobre esa espuma blanca que
barría toda la cubierta cada vez que la proa parecía cabrestear sobre las
aguas.
Muchos
días de volver sus tripas para afuera, que ni contarlos pudo, ya casi le habían
sacado todo el ánimo al Zenón Canto.
Se
maldecía una y mil veces por haber firmado esa papeleta de mierda que ahora lo
tenía metido en un camarote de dos por dos con otros tres paisanos tan
descompuestos como él.
No
había sopa de a bordo ni guiñapo de pan que le aguantara en la panza. Sin temor
a exagerar podría decirse que durante esos largos días fue todo arcadas y todo
vómito, actividades en la que no se quedaban atrás ninguno de los integrantes
de la veintena de futuros Agentes Territoriales.
En
un raro momento de calma, al amanecer y mientras trataba de meter aire salobre
en sus pulmones y aguantarse los retorcijones que el mate amargo le regalaba en
la panza, el Zenón vio que la línea oscura que se extendía a babor se iba
agrandando ante sus ojos, y, muy lentamente se iba dorando con la luz del sol.
A
poco se dio cuenta que se iban acercando a tierra, la línea se convirtió en
lomadas, luego en mesetas y finalmente, cuando “El Asturiano” paró sus máquinas
en la entrada de la ría, pudo distinguir algunas matas amarillentas y a lo
lejos, muy a lo lejos un caserío como sembrado en una planicie.
El
frío le cortaba la piel y el viento lo obligaba a sujetarse la boina con las
dos manos.
Resultaba
cómico verlo caminar por la cubierta, de alpargatas, bombachas negras, faja
también negra rodeando su cintura y escondiendo el verijero, pañuelo al cuello,
emponchado, y atajando como podía la boina sobre su cabeza.
Tanto
empeño ponía en evitar que el viento se la llevara, que aun estando bajo
cubierta seguía sosteniendo su boina con las manos, repitiendo como para sus
adentros…”la puta con este viento…”
Tal
vez porque fuera gracioso verlo bajo techo aferrando la boina a la cabeza, o
tal vez porque de sus palabras solo se entendía la última, fue que la
tripulación y el resto de los conchabados comenzaron a llamarlo “Viento”
Finalmente,
Zenón Canto, tucumano de Lules, peón carbonero de La Banda, Santiago del
Estero, pisaba el puerto de Río Gallegos, y en fila india, detrás de otros
tantos mozos como él se encaminaba para la Gobernación del Territorio Nacional
de Santa Cruz, resignado ya a jurar como Agente de la Policía Territorial.
Allí
vivían poco hombres y mujeres nacidos en esas tierras, la mayoría eran chilenos
que llegan en busca de trabajo, argentinos de otras provincias y bastante
ingleses que no siempre se mezclaban con los otros.
Todos
ellos se adaptaban, por las buenas o las malas a las condiciones climáticas de
la zona, no había mucha gente caminando por esas cuatro o cinco cuadras, si es
que podían llamarse así, que separaban el puerto del edificio de la
Gobernación.
Las
pocas que vio, caminaban inclinando la cabeza y parte del cuerpo hacia delante
resguardándolo del frío que se seguía sintiendo pese a estar en verano.
La
Gobernación era una construcción de chapa, que solo se distinguía del resto de
las casa que había podido ver, por un balcón que coronaba la construcción de
estilo inglés y que, según comentarios que escuchó, era el que había usado el
Presidente Roca en l899 para saludar a los pobladores luego de su encuentro con
el presidente chileno Errazuriz en Punta Arenas.
Se
sentía algo incomodo cuando salió de ese edificio metido dentro de un uniforme
de un color amarronado verdoso y extrañando su ajetreada boina negra, ahora
reemplazada por una gorra de milico, con visera, ridículamente grande, aun para
su nada despreciable cabeza tucumana.
El
sable que colgaba de su izquierda le pesaba demasiado, estorbando su caminar,
pero igualmente sentía la confianza de su verijero, escondido debajo del
uniforme y bien pegado a su cintura.
Con
esa misma estampa, embutido en una botas de caña alta y con una mentida arrogancia que le
infundieron en el mes de “entrenamiento” llegó a principios de marzo del año
siguiente a la zona de Río Turbio, en el
límite con Chile, su primer destino.
Las
nevadas del año anterior no habían abandonado totalmente esa tierra cuando ya
se anunciaban las de ese nuevo año, sobre todo en las zonas cordilleranas. La
comisaría, un boliche de ramos generales y hotel al mismo tiempo, y un inmenso
desierto escarchado fue todo lo que alcanzó a ver y que, de inmediato supo,
sería su “jurisdicción”, la suya de agente raso y la del Negro Molina, cabo, y
por consiguiente, Jefe de Comisaría.
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