martes, 26 de agosto de 2025

El Comisario del Viento - La soledad y el amor

 Infinita tierra, infinito viento, infinita nieve, infinita soledad, infinito aburrimiento.

Así comenzó su carrera en la policía territorial Zenón Canto, “Viento Canto”, aburriéndose de todo aburrimiento en la monotonía de los días que compartía con su Jefe, el Negro Molina.

Su rutina se limitaba a matear temprano, arrimando matas negras al tambor de doscientos litros que servía de estufa, cocina y calentador, buscar algunas ramas secas de calafate o mata piche, mirar por la ventana como las nubes dibujaban extrañas figuras en el cielo, o como la nieve se amontonaba hasta rozarle la panza a los caballos del potrero.

Luego alguna recorrida por los alrededores de la Comisaría, cruzarse hasta el boliche para chusmear las mismas cosas siempre, volver a la comisaría, armar un parte de novedades que en la mayoría de los reglones rezaba: Sin Novedad, escrito así, con todas las letras para gastar un poco más el tiempo.

Luego, a eso de las diez o diez y media a más tardar, churrasquear con café negro para engañar la panza, al medio día un grasoso guiso de capón, algo de siesta, y continuar la rutina hasta las cinco de la tarde.

Por ese entonces, Río Turbio alboraba en las tareas de cimentar la explotación de carbón mineral, algunos técnicos e ingenieros venidos de la Capital Federal, un puñado de mineros riojanos y muchos mas chilenos, de Natale, se afanaban por arrancar el negro mineral de la tierra y esperaban gozosos mejores días cuando el ferrocarril Turbio-Gallegos se terminara de construir.

Seis meses en Río Turbio, otros seis en Bajo Caracoles, y tres en Cañadón León, lo fueron acercando al norte del Territorio y a las jinetas de Cabo con las que llegó a Jaramillo, ya en calidad de encargado de Destacamento y con dos agentes bajo su mando.

En el ínterin había aprendido a cazar guanacos, a bolear ñandúes, a no permitir que se le escaparan los piches obligándolos a soltar sus garras de la tierra metiéndoles el dedo en el culo, todo con el afán de reemplazar los guisos de capón por otra carne, y alguna que otra vez darse un hartazgo de potranca en alguna fiesta patria o en algún acontecimiento pueblerino.

Un acontecimiento ocurrido en Rio Olnie, cerca del destacamento de Bajo Caracoles, fue su segundo bautizo con el delito propiamente dicho, esta vez del lado de los buenos, por supuesto y por ahora.

Rio Olnie era, por esos tiempos, un paraje de transito que frecuentaban los que venían de la Cordillera, de Lago Posadas, de Paso Roballo, o Paso del Águila y de las estancias que los rodeaban en su camino a Piedra Buena, o bien llevando lana o bien en busca de víveres para soportar el invierno.

Allí solamente había un herrero, Vallina, un almacén de ramos generales de Doña Beatriz Velázquez, que a su vez, mas mal que bien, servía de hotel de campo, un destacamento de la Territorial con un solo agente completaba el poblado.

Una vez a la semana cuando el tiempo lo permitía, o cada quince días, algunos de los agentes territoriales de un galope, peregrinaban las cinco leguas hasta el almacén para comprar, siempre fiado, víveres: fideos, garbanzos, porotos, polenta entre otros y lo imprescindible: tabaco y yerba para las interminables mateadas.

En el caserío corría el rumor que un tal Palacios, llegado de quien sabe dónde, había ocupado una casilla sobre el rio, no se le conocía profesión ni oficio y su única ocupación era dárselas de pesado, con arrogancia y menosprecio hacia los demás.

En uno de esos viajes hasta el Almacén de Ramos Generales, y como era el cumpleaños del Agente Barreto, que cumplía servicios en el destacamento local, Doña Beatriz lo invitó a quedarse a cenar y a disfrutar de las empanadas de capón que gozaban de buena  fama.

La hora de la cena en el campo suele ser temprano, antes de que se termine de poner el sol, para no gastar mucho en los candiles alimentados a kerosene, y en eso estaban la dueña de casa, Barreto, el herrero Vallina con su mujer y Canto, cuando sintieron una discusión subida de tono y unos gritos.

Barreto, como autoridad local, salió inmediatamente a ver qué pasaba y vio al hijo de los Vallina tomándose el brazo izquierdo que sangraba, mientras Palacios intentaba correr campo afuera.

Barreto dio la voz de alto y Palacios detuvo su carrera, giró sobre sus talones y, empuñando un 38 largo, le disparó al agente territorial que cayó muerto en el acto, justo el día de su cumpleaños.

“Viento” Canto, sin titubear, se lanzó a la carrera detrás de Palacios y, ayudado por dos o tres peones que andaban por allí logró detenerlo.

A talerazos y patadas lo llevaron hasta el destacamento y lo encerraron en lo que se llamaba calabozo, que no era mas que un agujero en la tierra tapado por una chapa y sobre la que se ponía un tambor con agua.

Afuera, ya doña Beatriz y el herrero Ballina apiadándose de Barreto, lo habían entrado al boliche y le habían limpiado la sangre de la cara, un agüero redondo y negro parecía ser un tercer ojo en su frente.

Le toco ser a Barreto el primer muerto de río Olnie y tambien tuvo el honor de inaugurar lo que de alguna manera fue el cementerio.

Habiendo quedado sin personal el destacamento de Piedra Clavada, no le quedó mas remedio a Canto que llevar al detenido hasta su propio destacamento de Bajo Caracoles.

Cinco leguas a caballo, con un Palacios que montado en su propio animal no favorecía la marcha estirando lo mas posible esas seis o siete horas que le esperaban de cabalgata.

Canto recelaba de su prisionero y no esperaba que le facilitara las cosas, pero con un dejo de piedad o vaya a saber uno porque, decidió tomarse el trabajo de llevarlo vivo hasta Bajo Caracoles y no aplicarle la ley de fuga tantas veces usada por esos años.

Pero lo que más aprendió Zenón “Viento” Canto, fue que si quería ser respetado, el respeto se ganaba a talerazos, no importaba quien estuviera enfrente, si no acataba la primera orden, la segunda era un rebencazo y allí se acababa la joda.

Mas de un peón y unos cuantos mercachifles entendieron rápido que con Viento, el cana tucumano, como lo seguían llamando, no había que andar a las vueltas. Si pedía algo lo mejor era dárselo, algún cordero de vez en cuando, un porrón de ginebra, o alguna chuchería para cuando saliera a controlar las putas que acompañaban a los mercachifles ofreciendo una mercadería distinta, que solo ellas podían ofrecer.

Ya con el grado de encargado de Destacamento sus jornadas si bien se volvieron más rutinarias, más de papeleo, dejando de lado esas largas cabalgatas por los establecimiento ganaderos solamente “para ver si había novedades”, pero por otro lado también se vieron favorecidas por la aceptación social que su rango le brindaba.

El puñado de habitantes, muchos de ellos rurales, que tenía Jaramillo estaban a un galope de caballo del puñado y medio que tenía Fitz Roy y con un poco más de esfuerzo en el galope se podían vencer las casi treinta leguas hasta Puerto Deseado, ya toda una ciudad de dos mil y pico de habitantes.

Dos días por lo menos de cabalgata valían la pena para respirar un poco del aire de la civilización.

El Ferrocarril, inaugurado unos años antes, había dado nueva vida a la zona, los estancieros, amos y señores de la región, gustaban de hacer buenas migas con la policía Territorial, puesto que no toda la peonada era mansa y siempre había algún retobado que necesitaba del talero de Viento Canto para apaciguar sus ánimos.

Mas en esos tiempos, en que, algunos gallegos y otros gringos, andaban dando vuelta por los campos alborotando la gente con reclamos innecesarios y hablando “huevadas” de mejores condiciones laborales y salariales.

En su comienzos por Jaramillo, Zenón Canto no tuvo mayores inconvenientes en acallar algún que otro retobo del peonaje, generalmente eran uno o dos peones, en especial chilenos, que se le plantaban a los patrones, y allí iba el acompañado por sus dos laderos, pegaba cuatro gritos, uno o dos talerazos y el asunto terminaba, o bien porque el peón hocicaba o bien porque agarraba sus pilchas y se iba para otro lado.

Cada una de estas intervenciones, que no eran muy seguidas al principio, le reportaba el beneficio de recibir el agradecimiento de administrador, del capataz y en más de una ocasión de propio patrón de la estancia.

Lo menos que recibía era un capón para compartir con los agentes en el Destacamento y algunas damajuanas de vino, esto en lo inmediato, porque a partir de allí siempre resultaba invitado para los acontecimientos sociales y familiares: que el cumpleaños de alguno, que un casamiento, que la fiesta de la señalada, que el final de la esquila, la cuestión que cada vez más seguido se lo veía en las reuniones de la “sociedad” de Jaramillo, de Fitz Roy o de Puerto Deseado.

En una de esas reuniones fue que conoció a Leonor Montes, tercer hija de un asturiano afincado desde hacía más de veinte años en la zona y dueño de la estancia “La Madrugada”

Leonor, era una niña regordeta cercana a los dieciocho años, algo rubiona y colorada de cara, seguramente por el frío y los vientos de la Patagonia, no era muy alta ni muy agraciada, pero compensaba con su ánimo vivaz y alegre su no muy  estilizada figura.

Sin ser una mujer bella, su amplia y permanente sonrisa, sus aires de niña y sobre todo el patrimonio del asturiano Montes, la hacían una presa codiciada por los jóvenes de la región que bajo mil excusas inventaban pretextos para poder visitarla, siempre claro está bajo la vigilancia de doña Sara, su madre.

El bozo que había comenzado a asomar en el rostro de Zenón Canto, el Viento Canto, le daba una imagen algo mayor de la veintena de años que en realidad tenía, eso, su fama de hombre rudo y leal a los estancieros, su uniforme no siempre bien planchado pero distinguido, las botas de caña alta lustradas con grasa de borrego le fueron brindando ventajas sobre posibles competidores en esas lides amorosas.

Las malas lenguas también dijeron en algún momento, que solamente tuvo uno o dos rivales serios con los que pudo perder terreno, el primero extrañamente apareció golpeado luego de una noche de borrachera y farra en un piringundín del puerto en Deseado, y de otro se comenzó a decir que su hombría no era tal y que era más amigo de andar entre hombres del ferrocarril y peones que de estar con las mujeres.

Nunca se supo bien ni quien golpeo al primero ni quien comenzó el rumor sobre las inclinaciones sexuales del segundo, pero la cuestión es que estos acontecimientos le hicieron el campo orégano al Zenón con la Leonor, a punto tal que a principios de año se comprometieron en el salón de la Sociedad Rural de Puerto Deseado y estaban dispuestos a casarse, si Dios lo permitía, para las navidades de ese año.

La opinión de Dios seguramente era importante, pero lo que el Zenón y la Leonor no pensaron nunca en consultar fue la opinión de un carrero entrerriano, hombre de cierta fortuna y de palabra cumplir, que no se sabe bien como empezó a soliviantar a la peonada y a organizarla en una huelga general.

Estas revueltas ya habían comenzado por Río Gallegos, importadas de Chile y se venían extendiendo en todo el Territorio, los estancieros, asustados y poco confiados de la fuerza de la Policía Territorial, habían hecho traer el Ejercito Nacional.

La presencia de la soldadesca en Deseado menguo en algo la autoridad de Zenón, pero este, astuto y rápido, se puso a las órdenes del jefe de los uniformados y, con los refuerzos que le llegaron de Gallegos, colaboraba en cuanto podía para facilitarles la tarea.

Ajetreado el año 21 por las huelgas, los motines de la peonada, y algún que otro enfrentamiento con el peonaje, la idea del casamiento se iba enfriando y con ella las posibilidades del Zenón no solo de disfrutar de la Leonor, sino también de comenzar a ser parte de la fortuna de su asturiano padre.

Sin ningún lugar a dudas todo su accionar estuvo guiado por su lealtad a los patrones de estancia y por su apego al orden, pero tambien en alguna medida su apuro por casarse acicateo su instinto y lo llevó a la búsqueda del carrero entrerriano.

Este era astuto y conocedor de la zona, hombre respetado, podía ocultarse en cualquier lugar de la extensa meseta sin que pudiese ser encontrado. Pero estos detalle no iban a parar al Viento Zenón.

Así fue como una tarde salió de recorrida con cuatro de sus hombres llegándose hasta donde el zanjón del Río Pescado se une con el Río Deseado, cerca de Fitz Roy y allí encuentra tres peones que vienen del paraje Tehuelches, camino a Punta de Rieles.

Se pone a matear con ellos y como quien no quiere la cosa, ginebra va ginebra viene, comienza a preguntarles por el carrero entrerriano. Los peones, alertado por la presencia policial, no quieren decir mucho, pero el Viento Canto no es hombre de andar con vueltas, los separa a los tres y uno por uno a fuerza de talerazos, patadas y trompadas le saca que el famoso entrerriano, esta acampado cerca de paraje Tehuelches a unas quince o veinte leguas de allí.

Con esta noticia se vuelve para Jaramillo ya bien entrada la noche, dejando a campo abierto a los tres infelices cubiertos en sangre y machucones. Llegado al destacamento policial comunica la novedad al Ejército.

Antes que 1921 termine, el Cnel. Varela, jefe del Ejército en el Territorio Nacional de Santa Cruz, remite un parte a la presidencia de la Nación, informando que en un enfrentamiento con revolucionarios sublevados, el Ejercito de la patria los derrotó, dando muerte a un tal Font, apodado Facón Grande, que al parecer resultaba ser el cabecilla.

Para el primer día del año siguiente Zenón Canto, ya casado con la Leonor Montes y con el grado de Sargento 1º gracias a sus buenos servicios a la patria y a los dueños de la tierra, se despide de Jaramillo para acercarse a su nuevo destino: Pico Truncado.



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