El verbo incandescente, se pierde al borde, precioso y
suave,
de un precipicio que envuelve en un hormigueo de brumas.
Prometiendo un ahogamiento en no importa cual esplendor,
excita con sus manos la frente y el semblante con sus
dedos.
De pie, exultante, atisbo el abismo que desciende de tus
ojos,
y contemplo la tersura de los montículos debajo de tus
hombros,
sé que en instantes he de caer en ellos con fertilidad de
primavera.
Pierdo mis piernas y todas mis venas comienzan a impulsar
un cortejo de dicha hormigueándome cada centímetro de
piel.
Como si nunca hubiera practicado el vaivén que precede al
arrojo,
tiemblo hasta reconstruir en mi memoria de nuevo tu
cuerpo.
Mil braseros me lanzan a la inmensidad de tu hondura, y
llego,
encaramado en ciega lírica de gozar esa probabilidad de
delicias,
a la sima que enmarcan los farallones que abren tus
muslos,
para extinguirme en los inagotables aromas que mojan tus
costas,
apreciando cada uno de los senderos que brinda esa boca
afelpada
donde encuentro la conciencia que todo ser humano pretende
y sueña.
Ilustración: "Cabeza y hombros de mujer" - Lucian Freud
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