Los que
abren la puerta lo pueden ver perfectamente.
Ridículo,
sentado sobre el inodoro, con los pantalones prolijamente amontonados sobre los
brillantes zapatos, unos mocasines clásicos, negros, lustrados, con un detalle
de metal plateado en la hebilla.
Por sobre
los pantalones asoman, como emergiendo de los calzoncillos grises, unos
calcetines negros, a los que continúan una piernas delgadas, blancas, que aún
hoy, después de tanto tiempo y de la situación, dejan ver unos músculos
formados por algún deporte practicado.
Las
piernas son velludas, con un vello gris blancuzco, un poco menos en la
pantorrilla y casi nada en la rodilla, sobre ellas descansan los brazos con las
manos entrelazadas, como en un rezo, cosa que seguramente el no habrá hecho,
así que solo debió ser una costumbre.
El torso
esta algo inclinado hacia delante, sostenido por la pared, el hombro izquierdo
apoyado en ella, la camisa rosada está perfectamente abrochada, con las mangas
arremangadas hasta el antebrazo, la corbata, vieja y algo gastada, haciendo
tono, con el nudo colocado bajo el primer botón.
La
semicalva cabeza inclinada sobre el hombro izquierdo también descansa en la
pared, el rostro placido, los ojos semiabiertos, mostrando en conjunto
algo así como una satisfacción infinita.
Satisfacción
que seguramente no se debió a lo sucedido, sino que, con toda certeza, tuvo su
origen en los acontecimientos que precedieron al hecho.
El siempre
había asegurado que esa era la posición mas ridícula en que se podía encontrar
a un hombre, refiriéndose con esta denominación al género humano, pues le
parecía que estar así, era tan grotesco para el hombre como para la mujer.
“No hay nada peor que ver a un hombre cagando en
un inodoro” decía, y sobre ello tenía toda una teoría que, repito, le era aplicable
tanto al hombre como a la mujer.
“Está el tipo allí, o la tipa, que para el caso
es lo mismo, sentado casi en bolas pero sin estar en bolas, con los pantalones
o la pollera por el piso, las piernas juntas, las bolas metidas en el inodoro,
cerca del culo, haciendo fuerza con todo su cuerpo, pero mas que nada con la
cara, como si pujar con la cara ayudara a los intestinos a moverse, al esfínter
a relajarse o a la materia fecal salir hacia su destino incierto”.
En ese momento el tipo, o la tipa, es totalmente
vulnerable, solo puede hacer una cosa: cagar, no puede hacer nada más, ni
pensar se puede, aunque, debo reconocer, algunos suelen aprovechar el momento
para leer, pero generalmente lo hacen en los momentos previos, nunca en “ese
momento” o después.
Porque después es como si automáticamente se
dieran cuenta de lo ridículos que se ven y sienten la urgente necesidad de
salir inmediatamente de la situación, esto es, se limpian el culo lo más rápido
que pueden, se suben los pantalones o las polleras, tiran de la cadena o
aprietan el botón, según el sistema que haya en ese baño y buscan salir de él.
Algunos, “muchos diría yo, solía
repetir, ni siquiera se lavan las manos”.
Hasta
recordaba una anécdota, ocurrida allá por el 76, a principios del golpe
militar, el que inauguró el Proceso: un sindicalista al que llamaban “Gato”,
medio zurdo y medio peronista, estaba en una lista de gente que debía ser
encarcelada porque era considerada “potencialmente peligrosa para los sagrados
intereses de la patria”
Los
milicos lo fueron a buscar directamente a su casa, a las ocho y pico de la
mañana, por supuesto que ni se tomaron la molestia de golpear en la puerta,
directamente la derribaron de una patada, y cinco o seis de ellos se metieron
de prepo, tirando abajo muebles y abriendo puertas con el mismo estilo, es
decir a las patadas.
La mujer
del Gato y los chicos comenzaron a los gritos, pero cuando el Gato los escucho,
al mismo tiempo escucho el patadon sobre la puerta del baño y vio al milico,
con el FAL en la mano parado frente a él.
El milico
también lo vio, sentado en el inodoro, con cara de boludo, en la misma posición
que ahora se encontraba él, solo que en lugar de dejarlo allí, tranquilo, que
siguiera haciendo sus necesidades, el milico lo agarró del pelo, lo levanto sin
preguntar si había satisfecho las urgencias de su cuerpo o si necesitaba
limpiarse el culo, y así como estaba, con los pantalones bajos, mostrando sus
atributos y su culo al aire, lo arrastro por toda la casa, por delante de su
mujer y sus hijos, lo sacó a la calle para que lo vieran los vecinos que se
asomaban curiosos y lo metió en la caja de un viejo Unimog verde, que eran los
que usaban los del Ejercito.
Muchos
años después, cuando el Gato recuperó la libertad, con más arrugas y menos
pelo, se enorgullecía de sus años de preso político, pero jamás contaba como lo
habían detenido, lo avergonzaba ese humillante momento.
Otros
habían caído en cana por enfrentarse a la policía o al ejército, por hacer
pintadas políticas o por estar en reuniones clandestinas… él, era el único que
cayó en cana por estar cagando…. Toda una vergüenza.
Y ahora el
viejo Comisario del Viento estaba allí, sentado en ese inodoro blanco, sobre el
piso gris, de cerámicas prolijamente colocadas, apoyando su cabeza en la pared
con una guarda de mosaicos azulados, al tono, con cara de satisfacción, los
ojos entrecerrados, en la posición que más burlesca le parecía y en la que
nunca hubiera querido que lo encontraran, aunque todos los días de su vida,
desde que tuviera recuerdo, la había practicado, por necesidad, claro, no
porque le gustara.
Seguramente, si alguien le preguntaba que le había pasado, apelaría a su rara ironía, y mezclando la verdad con ese sarcasmo que siempre lo acompaño diría: “me cagué muriendo”.