jueves, 28 de agosto de 2025

El Comisario del Viento - La buena vida

                         En ese enero de año 22,  el matrimonio Canto-Montes, comenzó a vivir  el primero de los cincuenta y pico de años que los tendrían en Pico Truncado como habitantes.

Llegaron recién casados, en tren, sin más pertenencias que el ajuar compuesto por los regalos recibidos e inmensos deseos de progresar.

Hacía unos diez u once años que la “población” había nacido, los primeros pobladores, todos afincados en las estancias circundantes, con la llegada del ferrocarril establecieron sus viviendas en las cercanías del Parador Km. 200, primitivo nombre que recibió. Se establecen familias estancieras, comerciantes, peones de ferrocarril y campo; la población rondaba los 400 habitantes y ya estaban en ella algunas oficinas públicas trasladadas desde Caleta Olivia.

También había un médico, rarísimo en esas épocas, hecho que provocó que se acercaran pobladores de otras zonas para tratarse y como hasta entonces no había posibilidad de contar con un hospital las internaciones se realizaban en los hoteles del lugar: el Argentino, construido totalmente en chapa,  La Paz y El Cóndor.

En esos desolados parajes, todavía conmocionados por los acontecimientos del año anterior, el Sargento 1º Zenón “Viento” Canto pasó a ser un hombre importante, y paulatinamente fue aumentando sus jinetas y con ellas  su importancia.

No solo su importancia, también su familia: tres hijos, todos varones, Juan, Ricardo y Hugo,  que comenzaron a corretear primero por la “casa oficial” pegada a la comisaría y luego por la que lograron comprarse con los ahorros logrados en los primeros dos años.

Para el año 30 Canto ya era dueño de una casa grande, frente a la estación del ferrocarril, 10.000 hectáreas de tierra en la zona de las Cuevas que dedicaba a la cría de cuatro mil ovejas, otras dos casa más en los límites de la ciudad en expansión, un camión y un automóvil para su uso particular, además de otro oficial, uno de los tantos que la Policía Territorial había comprado y le fuera asignado.

Ya convertido en padre de familia y gozando, ahora por derecho propio de las prerrogativas de “estanciero” no era difícil verlo en la principal edificación de Pico Truncado en altura e importancia, la Escuela Nº 8 a la que comenzaron a concurrir sus hijos o en la Iglesia y en las fiestas de casamientos, bautismos, bailes para las fiestas que se celebraban principalmente en el Hotel Argentino que determinados días al mes funcionaba como cine sonoro y en otros para los servicios de funerarios.

La tranquilidad del lugar, solo alterada por el permanente viento, le permitía llevar una vida cómoda y próspera, prosperidad que acrecentaba merced a servicios que brindaba a la comunidad y por los que recibía suculentas gratificaciones.

A mediados de los años 30 se crea la escuela de cadetes de policía del Territorio y allí va su primogénito, Juan, con algo más de diecisiete años para recibir conocimientos que su padre había obtenido empíricamente.

El grado de su padre había pasado de Sargento 1º a Comisario y esto le daba un importante respaldo, en todo el territorio había solo tres comisarios, siendo uno de ellos Zenón “Viento” Canto.

Los años fueron pasando empujados por el viento, la nieve y el frío, los hijos fueron creciendo, pasaron por la única escuela del pueblo, la 8, se fueron casando y descasando.

Zenón “Viento” Canto sentía que había ido logrando sus objetivos, un alto cargo en la policía, su ascenso a estanciero, gracias a los aportes de la Leonor y del asturiano de su padre, ya fallecido, su crecimiento económico lógica consecuencia de ello y de las ovejas, sin contar lo que le dejaban las prerrogativas de sus galones.

Atrás había quedado el tiempo en que Santos Arroyabe, guiando dos carretas repletas de víveres, pilchas y bastante alcohol, había armado con unas simple lonas, esa “carpa” que se consideraba la primera vivienda de Truncado.

Ahora nuevas casas iban rodeando la Estación de Trenes y los tradicionales hoteles que centraban toda la vida social, el Comisario y el “doctor”, único médico del pueblo, eran los personajes principales y un poco más atrás de ellos aparecía el Comisionado de Fomento, rango que se estrenó por el año 49.

Por esos años, don Manuel Caamaño, un poblador cansado de lidiar con la falta de agua, se armó un rudimentario equipo de perforación y se encarajinó los días haciendo pozos en sus tierras.

El agua se negaba a surgir, ni siquiera daba señales de existir debajo de su campo, pero el buen Caamaño, haciendo honor al origen prerromano de su apellido, no se cansaba de hacer agujeros debajo de las piedras.

Sorpresivamente, en una de esas alboradas perforadoras, cuando su ya improvisado e intuitivo aparataje de perforación llevaba varios metros bajo sus pies, comenzó a sentir un olor extraño y un silbido que pasó de sutil a vivaz en un abrir y cerrar de ojos.

Su precoz sorpresa fue el inicio de la mejor época de Pico Truncado, mucho más prospera que la que el petróleo había traído en los años 50, se había descubierto, de manera accidental e impensada gas.

La “Capital del Gas”, como con el tiempo pasó a denominarse a Pico Truncado, nacida del azar y la buenaventura, se convirtió en un polo de atracción para nuevas empresas, todas ligadas a Gas del Estado, monopólico estatal que se ocupó del volátil elemento.

Crecía Pico Truncado y crecía el patrimonio del Comisario Zenón “Viento” Canto, ya no Comisario de la policía del Territorio, sino ahora, Comisario de la Policía de Santa Cruz, provincia nacida constitucionalmente en noviembre del 57.

La nueva riqueza, junto al ypefiano petróleo, atrajo nuevas migraciones de las provincias norteñas, fundamentalmente Catamarca y la Rioja y del vecino país de Chile, pero este aumento poblacional no se tradujo en mayor trabajo para Viento Canto, salvo algún que otro altercado entre borrachos los fines de semana, cierto robo de ovejas y alguna cuestión de infidelidad que se resolvía a los puñetazos no se podía decir que la delincuencia hubiera ampliado sus horizontes.

Salvo cuando, ya casi sobre los finales de su vida activa en la Policía de la Provincia y preparándose para gozar de un merecido retiro, un acontecimiento vino a perturbar la paz del pueblo y de la provincia toda.

Santa Cruz, tiene una extensión considerable y muy poca población, salvo Rio Gallegos y Caleta Olivia, el resto de sus ciudades, por esos años no superaba los dos o tres mil habitantes y las había, como Pico Truncado que apenas llegaba, y con esfuerzo a los mil.

Demasiado territorio, rutas apenas transitables, soledades infinitas, que para todos significaban siempre un esfuerzo extra, aún para quien debía llevar la palabra de Dios por tan extensa comarca.

Pero el deber llamaba y, al menos, una vez al año, el obispo  de la capital provincial debía visitar cada ciudad y cada pueblo, que no eran muchos apenas si unos doce o trece contando a los más chicos.

Esta vez la gira comprendía Caleta Olivia, Pico Truncado, Koluel Kaike, Las Heras, Perito Moreno y Los Antiguos, seis hitos que partiendo del mar llegaba a la cordillera, en el límite con Chile, algo más de trescientos cincuenta kilómetros que se debían hacer por etapas, gastando en ellas entre diez y quince días según el estado de los caminos.

El peregrinaje, que comenzó en Caleta Olivia, había recalado en Pico Truncado.

Llegado en la mañana temprano, el pastor obispal la dedicó a su feligresía y a los consagrados saludos protocolares: el intendente, el Comisario y dos o tres personalidades más, que siempre vestidos de vecinos importantes, solían aparecer.

Cumplido el ritual, se ofició la infaltable santa misa, se repartieron bendiciones e indulgencias para tratar de ganarse algún escalón más al cielo, se visitó algún dispensario y una que otra escuela, hasta llegar al comienzo del atardecer.

Corría el mes de mayo del año 73, casi entrando al último mes de otoño, clima más inestable que nunca, con predominancia de fríos que se ingresan por los cuatro costados, y aunque es un época en que el viento merma, suele haber de vez en cuando días en los que reina.

Este era uno de ellos.

A fin de recuperar fuerzas, obtener un merecido descanso que le permitiera al siguiente día continuar su periplo patagónico, el referido obispo, se alojó en la casa de una  devota, algo más devota que las demás del pueblo.

La tal devota, casada ella, gozaba de una sana y buena reputación en la comunidad  y de amplios espacios libres tanto en su vivienda como en su vida personal.

Esto último, merced a que marido, operario jerárquico de la industria petrolera él, por cuestiones laborales debía cumplir turnos rotativos semanales, de ocho horas: de cuatro a doce, de doce a veinte y de veinte a cuatro, con más las guardias pasivas que, si bien le permitían estar en su hogar, podrían interrumpir tal descanso en cualquier momento ante dificultades laborales.

Estas interrupciones no tenían un tiempo determinado, podrían durar desde unas horas hasta noches enteras, todo dependía de la dificultad y de la distancia que se debía transitar para llegar del hogar a la dificultad.

Esto fue precisamente lo que ese día ocurrió, alojado el aludido religioso en la vivienda de la piadosa practicante, y cuando esta, junto a su esposo departían en los momentos previos a la cena con el visitante, el abnegado conyuge recibió un llamado que lo conminaba a atender no recuerdo que problema a una considerable distancia.

Con las disculpas del caso y las innecesarias explicaciones, el buen hombre se retiró de su hogar a fin de cumplir su obligación.

En el trayecto hacia ella, habiendo ya transcurrido hora, hora y media y entrada la noche, por el sistema de radio del vehículo, una camioneta F-100, se le informó que el trastorno había sido solucionado y que ya no era necesaria su presencia.

Feliz de poder retornar a su hogar, ya no para cenar dado el tiempo transcurrido, pero si para descansar al menos unas hora, emprendió el regreso.

No sé porque razón, pero a todos siempre se nos hacen más largos y tediosos los retornos que las partidas, pese a ello, nuestro  hombre llegó sano y salvo a su hogar en el tiempo más o menos previsto.

Descendió de la camioneta, entro a su vivienda, y sin encender las luces se descalzó y en el baño se quitó su overol de trabajo, disponiéndose a ingresar a su dormitorio y descansar hasta el siguiente turno.

Alguna luz de la calle daba una transitoria luminosidad al cuarto, allí distinguió la cama, sobre ella a su mujer y a su lado, seguramente que no para confesarla, el monseñor en paños menores, si es que los tenía.

Eran las tres y media de la madrugada cuando golpearon la puerta de la morada de Zenón “Viento” Canto despertándolo del sueño, al abrir la puerta, un aterido agente de policía le solicitaba que fuera lo más rápido posible a la Comisaría.

Casi sin darse cuenta, Zenón “Viento” Canto se encontró sentado en su escritorio, teniendo ante si a un hombre serio, de rostro sereno, tez morena, pobladas cejas entrecanas, cabello prolijamente peinado, las manos apoyadas en el escritorio, que lo miraba directamente a los ojos.

- Que pasó mi amigo? le preguntó sabiendo de antemano la respuesta.

- Los encontré en la cama y le pegué un tiro. Yo maté al Obispo, a ella no, despues de todo es la madre de mis hijos.

En esa época las comunicaciones telefónicas no eran lo que hoy son, así que Canto decidió que lo mejor era mandar un parte por el radio de la policía.

Pico Truncado, … de mayo 1973. Stop. Homicidio intencional. Stop. Victima masculino mayor de edad. Stop. Presunto autor entregado voluntariamente. Stop. Victima obispo de Río Gallegos. Stop. Ampliaré. Stop. Espero instrucciones. Stop. Firmado. Comisario Zenón Canto. Fin.”

Siete y dos minutos, cuaderno de comunicaciones policiales en mano, el Oficial Ayudante Benitez, cruzó de la Comisaría Primera de Caleta Olivia al Juzgado Penal n° Uno que quedaba en frente.

Los cincuenta metros que separaban uno de otro establecimiento los cruzó como todos los días, sin prisa, entró al Juzgado, saludó a los empleados judiciales que aún estaban tomando mate, se acercó a la mesa de entrada penales y le entregó el cuaderno con los partes adentro al empleado detrás del mostrador.

Este, un tal Sepúlveda, abrió el cuaderno, tomo los partes, abrió el libo de ingreso de partes policiales y comenzó a tomar nota: “Las Heras…Riña en bar… dos demorados” “Cañadón Seco…Colisión vehículos, masculino herido leve…. Derivado hospital…”  anotaba mecánicamente, tildando al mismo tiempo en el cuaderno del policía, casi no le prestó atención al parte de Pico Truncado, termino de registrar todos los partes, firmo debajo de la lista que había en el cuaderno, lo cerro y se lo entregó a Benitez.

Luego volvió a la ronda de mates y a los comentarios insignificantes que amenizaba el comienzo de la mañana, en ese mismo momento, entró el Secretario Penal, un joven abogado, recientemente recibido que hacía unos meses había ingresado al Poder Judicial, cuando el anterior Secretario fue ascendido a Defensor Oficial en otra circunscripción.

Sepúlveda, dejó a un lado el mate, volvió a la mesa de entrada y saludando al Secretario le entregó la pila de partes policiales, diez o doce hojas que semejaban telegramas comunes y corrientes. Por una picardía de años o por una imprevista chispa de sobrevivencia, le advirtió: “Fíjese en uno…. Viene de Truncado… parece importante”

El Secretario tomó la pila, le pidió al viejo ordenanza un café, rutina de cada mañana y fue a su oficina. Buscó el parte policial de Truncado, lo leyó, levantó el teléfono para comunicarse con el Juez, sabiendo que hasta las nueve, nueve y media, no aparecía por el juzgado, y en cuanto lo atendieron del otro lado de la línea dijo: “Mataron al Obispo de Rio Gallegos de un tiro, estaba en la cama con la mujer de……”

Antes del mediodía, Secretario y Juez habían volado sobre los 75 kilómetros que separaban Caleta de Truncado y estaban  junto a “Viento” Canto y el médico del pueblo que oficiaría de forense contemplando el cuerpo del cura con un bermellón adornándole el pecho y otro en la frente.

Por radio policial el Juez se comunicó con el Ministro de Gobierno de la provincia, lo informó de lo sucedido y al rato este, previa consulta con el gobernador le devolvió la llamada.

Silencio de radio.. de esto ni una noticia a nadie…al pelotudo este de …., le garantiza que no le va a pasar nada si guarda silencio, él y la desgraciada de la mujer…. Mirá que meterse con el cura…Que el médico firme el certificado con lo habitual… paro cardio respiratorio y a otra cosa. Aca el Gober dice que preparará todo para rendirle honores como si nada hubiera pasado… muerte natural… Ah!!! Y me lo traen a cajón cerrado, urgente, entendió…. Urgente!!!

Medio asqueado y medio cagándose de risa, Canto fue hasta la funeraria, llamó aparte al dueño, un chileno no muy fuerte de papeles y mirándolo

a los ojos y más serio que perro en bote, le dijo: “Sin preguntas, agarras un cajón de los más grandes, te lo cargas en el furgón y te vas a la casa de ….. metes el fiambre adentro, soldás la tapa, lo volves a subir al furgón y te me vas ya mismo a Gallegos. El cabo Robles te va a acompañar. Despues te olvidas de todo. De esto ni una palabra a nadie… menos a tu mujer que es muy boca floja. La factura se la pasas al Ministro, engordala no te hagas problema y no te olvides de lo mío. Cuando sepan que te pagan lo paso a buscar”

Canto salio de la funeraria con la idea ya resuelta, pediría el retiro y se iría de ese pueblo de mierda…. ya no estaba para estos trotes.

Al día siguiente, el único diario de Rio Gallegos titulaba “En la noche del día de ayer, 31 de mayo,  en los aposentos de la parroquia de Pico Truncado, donde estaba alojado en su visita pastoral, falleció Mons. …, primer obispo de la diócesis  y figura señera del clero santacruceño. Tenía 54 años y su fallecimiento ocurrió tras un imprevisto problema de salud. Su muerte causó hondo pesar entre sus discípulos y entre quienes lo trataban asiduamente. Se conoce que escribió a sus fieles sobre su deseo de ser un padre, pastor y amigo personal, con la preocupación constante por un nuevo orden social en la diócesis.”



Espacio urbano

 


Desde el campo un olor de vida

enciende la magia del sereno vivir.

El viento aroma a flores silvestres,

a pasto creciendo en suave pureza,

prodigio determinado, real y simple,

de semillas germinando con aplomo

en un ruidoso silencio enérgico, activo.

Miles de cosas sin poder ver viviendo,

como ese ramaje que habita pleno

de hojas, insectos y aves pululando.

Allí, en ese entorno solo soy humo,

corrompido torbellino citadino, pidiendo

que mis oídos calmen el tonante ruido

de tanto cemento, multitud y fatigo

que a diario sacude con sus gritos

el espacio urbano en que yo habito.

martes, 26 de agosto de 2025

El Comisario del Viento - La soledad y el amor

 Infinita tierra, infinito viento, infinita nieve, infinita soledad, infinito aburrimiento.

Así comenzó su carrera en la policía territorial Zenón Canto, “Viento Canto”, aburriéndose de todo aburrimiento en la monotonía de los días que compartía con su Jefe, el Negro Molina.

Su rutina se limitaba a matear temprano, arrimando matas negras al tambor de doscientos litros que servía de estufa, cocina y calentador, buscar algunas ramas secas de calafate o mata piche, mirar por la ventana como las nubes dibujaban extrañas figuras en el cielo, o como la nieve se amontonaba hasta rozarle la panza a los caballos del potrero.

Luego alguna recorrida por los alrededores de la Comisaría, cruzarse hasta el boliche para chusmear las mismas cosas siempre, volver a la comisaría, armar un parte de novedades que en la mayoría de los reglones rezaba: Sin Novedad, escrito así, con todas las letras para gastar un poco más el tiempo.

Luego, a eso de las diez o diez y media a más tardar, churrasquear con café negro para engañar la panza, al medio día un grasoso guiso de capón, algo de siesta, y continuar la rutina hasta las cinco de la tarde.

Por ese entonces, Río Turbio alboraba en las tareas de cimentar la explotación de carbón mineral, algunos técnicos e ingenieros venidos de la Capital Federal, un puñado de mineros riojanos y muchos mas chilenos, de Natale, se afanaban por arrancar el negro mineral de la tierra y esperaban gozosos mejores días cuando el ferrocarril Turbio-Gallegos se terminara de construir.

Seis meses en Río Turbio, otros seis en Bajo Caracoles, y tres en Cañadón León, lo fueron acercando al norte del Territorio y a las jinetas de Cabo con las que llegó a Jaramillo, ya en calidad de encargado de Destacamento y con dos agentes bajo su mando.

En el ínterin había aprendido a cazar guanacos, a bolear ñandúes, a no permitir que se le escaparan los piches obligándolos a soltar sus garras de la tierra metiéndoles el dedo en el culo, todo con el afán de reemplazar los guisos de capón por otra carne, y alguna que otra vez darse un hartazgo de potranca en alguna fiesta patria o en algún acontecimiento pueblerino.

Un acontecimiento ocurrido en Rio Olnie, cerca del destacamento de Bajo Caracoles, fue su segundo bautizo con el delito propiamente dicho, esta vez del lado de los buenos, por supuesto y por ahora.

Rio Olnie era, por esos tiempos, un paraje de transito que frecuentaban los que venían de la Cordillera, de Lago Posadas, de Paso Roballo, o Paso del Águila y de las estancias que los rodeaban en su camino a Piedra Buena, o bien llevando lana o bien en busca de víveres para soportar el invierno.

Allí solamente había un herrero, Vallina, un almacén de ramos generales de Doña Beatriz Velázquez, que a su vez, mas mal que bien, servía de hotel de campo, un destacamento de la Territorial con un solo agente completaba el poblado.

Una vez a la semana cuando el tiempo lo permitía, o cada quince días, algunos de los agentes territoriales de un galope, peregrinaban las cinco leguas hasta el almacén para comprar, siempre fiado, víveres: fideos, garbanzos, porotos, polenta entre otros y lo imprescindible: tabaco y yerba para las interminables mateadas.

En el caserío corría el rumor que un tal Palacios, llegado de quien sabe dónde, había ocupado una casilla sobre el rio, no se le conocía profesión ni oficio y su única ocupación era dárselas de pesado, con arrogancia y menosprecio hacia los demás.

En uno de esos viajes hasta el Almacén de Ramos Generales, y como era el cumpleaños del Agente Barreto, que cumplía servicios en el destacamento local, Doña Beatriz lo invitó a quedarse a cenar y a disfrutar de las empanadas de capón que gozaban de buena  fama.

La hora de la cena en el campo suele ser temprano, antes de que se termine de poner el sol, para no gastar mucho en los candiles alimentados a kerosene, y en eso estaban la dueña de casa, Barreto, el herrero Vallina con su mujer y Canto, cuando sintieron una discusión subida de tono y unos gritos.

Barreto, como autoridad local, salió inmediatamente a ver qué pasaba y vio al hijo de los Vallina tomándose el brazo izquierdo que sangraba, mientras Palacios intentaba correr campo afuera.

Barreto dio la voz de alto y Palacios detuvo su carrera, giró sobre sus talones y, empuñando un 38 largo, le disparó al agente territorial que cayó muerto en el acto, justo el día de su cumpleaños.

“Viento” Canto, sin titubear, se lanzó a la carrera detrás de Palacios y, ayudado por dos o tres peones que andaban por allí logró detenerlo.

A talerazos y patadas lo llevaron hasta el destacamento y lo encerraron en lo que se llamaba calabozo, que no era mas que un agujero en la tierra tapado por una chapa y sobre la que se ponía un tambor con agua.

Afuera, ya doña Beatriz y el herrero Ballina apiadándose de Barreto, lo habían entrado al boliche y le habían limpiado la sangre de la cara, un agüero redondo y negro parecía ser un tercer ojo en su frente.

Le toco ser a Barreto el primer muerto de río Olnie y tambien tuvo el honor de inaugurar lo que de alguna manera fue el cementerio.

Habiendo quedado sin personal el destacamento de Piedra Clavada, no le quedó mas remedio a Canto que llevar al detenido hasta su propio destacamento de Bajo Caracoles.

Cinco leguas a caballo, con un Palacios que montado en su propio animal no favorecía la marcha estirando lo mas posible esas seis o siete horas que le esperaban de cabalgata.

Canto recelaba de su prisionero y no esperaba que le facilitara las cosas, pero con un dejo de piedad o vaya a saber uno porque, decidió tomarse el trabajo de llevarlo vivo hasta Bajo Caracoles y no aplicarle la ley de fuga tantas veces usada por esos años.

Pero lo que más aprendió Zenón “Viento” Canto, fue que si quería ser respetado, el respeto se ganaba a talerazos, no importaba quien estuviera enfrente, si no acataba la primera orden, la segunda era un rebencazo y allí se acababa la joda.

Mas de un peón y unos cuantos mercachifles entendieron rápido que con Viento, el cana tucumano, como lo seguían llamando, no había que andar a las vueltas. Si pedía algo lo mejor era dárselo, algún cordero de vez en cuando, un porrón de ginebra, o alguna chuchería para cuando saliera a controlar las putas que acompañaban a los mercachifles ofreciendo una mercadería distinta, que solo ellas podían ofrecer.

Ya con el grado de encargado de Destacamento sus jornadas si bien se volvieron más rutinarias, más de papeleo, dejando de lado esas largas cabalgatas por los establecimiento ganaderos solamente “para ver si había novedades”, pero por otro lado también se vieron favorecidas por la aceptación social que su rango le brindaba.

El puñado de habitantes, muchos de ellos rurales, que tenía Jaramillo estaban a un galope de caballo del puñado y medio que tenía Fitz Roy y con un poco más de esfuerzo en el galope se podían vencer las casi treinta leguas hasta Puerto Deseado, ya toda una ciudad de dos mil y pico de habitantes.

Dos días por lo menos de cabalgata valían la pena para respirar un poco del aire de la civilización.

El Ferrocarril, inaugurado unos años antes, había dado nueva vida a la zona, los estancieros, amos y señores de la región, gustaban de hacer buenas migas con la policía Territorial, puesto que no toda la peonada era mansa y siempre había algún retobado que necesitaba del talero de Viento Canto para apaciguar sus ánimos.

Mas en esos tiempos, en que, algunos gallegos y otros gringos, andaban dando vuelta por los campos alborotando la gente con reclamos innecesarios y hablando “huevadas” de mejores condiciones laborales y salariales.

En su comienzos por Jaramillo, Zenón Canto no tuvo mayores inconvenientes en acallar algún que otro retobo del peonaje, generalmente eran uno o dos peones, en especial chilenos, que se le plantaban a los patrones, y allí iba el acompañado por sus dos laderos, pegaba cuatro gritos, uno o dos talerazos y el asunto terminaba, o bien porque el peón hocicaba o bien porque agarraba sus pilchas y se iba para otro lado.

Cada una de estas intervenciones, que no eran muy seguidas al principio, le reportaba el beneficio de recibir el agradecimiento de administrador, del capataz y en más de una ocasión de propio patrón de la estancia.

Lo menos que recibía era un capón para compartir con los agentes en el Destacamento y algunas damajuanas de vino, esto en lo inmediato, porque a partir de allí siempre resultaba invitado para los acontecimientos sociales y familiares: que el cumpleaños de alguno, que un casamiento, que la fiesta de la señalada, que el final de la esquila, la cuestión que cada vez más seguido se lo veía en las reuniones de la “sociedad” de Jaramillo, de Fitz Roy o de Puerto Deseado.

En una de esas reuniones fue que conoció a Leonor Montes, tercer hija de un asturiano afincado desde hacía más de veinte años en la zona y dueño de la estancia “La Madrugada”

Leonor, era una niña regordeta cercana a los dieciocho años, algo rubiona y colorada de cara, seguramente por el frío y los vientos de la Patagonia, no era muy alta ni muy agraciada, pero compensaba con su ánimo vivaz y alegre su no muy  estilizada figura.

Sin ser una mujer bella, su amplia y permanente sonrisa, sus aires de niña y sobre todo el patrimonio del asturiano Montes, la hacían una presa codiciada por los jóvenes de la región que bajo mil excusas inventaban pretextos para poder visitarla, siempre claro está bajo la vigilancia de doña Sara, su madre.

El bozo que había comenzado a asomar en el rostro de Zenón Canto, el Viento Canto, le daba una imagen algo mayor de la veintena de años que en realidad tenía, eso, su fama de hombre rudo y leal a los estancieros, su uniforme no siempre bien planchado pero distinguido, las botas de caña alta lustradas con grasa de borrego le fueron brindando ventajas sobre posibles competidores en esas lides amorosas.

Las malas lenguas también dijeron en algún momento, que solamente tuvo uno o dos rivales serios con los que pudo perder terreno, el primero extrañamente apareció golpeado luego de una noche de borrachera y farra en un piringundín del puerto en Deseado, y de otro se comenzó a decir que su hombría no era tal y que era más amigo de andar entre hombres del ferrocarril y peones que de estar con las mujeres.

Nunca se supo bien ni quien golpeo al primero ni quien comenzó el rumor sobre las inclinaciones sexuales del segundo, pero la cuestión es que estos acontecimientos le hicieron el campo orégano al Zenón con la Leonor, a punto tal que a principios de año se comprometieron en el salón de la Sociedad Rural de Puerto Deseado y estaban dispuestos a casarse, si Dios lo permitía, para las navidades de ese año.

La opinión de Dios seguramente era importante, pero lo que el Zenón y la Leonor no pensaron nunca en consultar fue la opinión de un carrero entrerriano, hombre de cierta fortuna y de palabra cumplir, que no se sabe bien como empezó a soliviantar a la peonada y a organizarla en una huelga general.

Estas revueltas ya habían comenzado por Río Gallegos, importadas de Chile y se venían extendiendo en todo el Territorio, los estancieros, asustados y poco confiados de la fuerza de la Policía Territorial, habían hecho traer el Ejercito Nacional.

La presencia de la soldadesca en Deseado menguo en algo la autoridad de Zenón, pero este, astuto y rápido, se puso a las órdenes del jefe de los uniformados y, con los refuerzos que le llegaron de Gallegos, colaboraba en cuanto podía para facilitarles la tarea.

Ajetreado el año 21 por las huelgas, los motines de la peonada, y algún que otro enfrentamiento con el peonaje, la idea del casamiento se iba enfriando y con ella las posibilidades del Zenón no solo de disfrutar de la Leonor, sino también de comenzar a ser parte de la fortuna de su asturiano padre.

Sin ningún lugar a dudas todo su accionar estuvo guiado por su lealtad a los patrones de estancia y por su apego al orden, pero tambien en alguna medida su apuro por casarse acicateo su instinto y lo llevó a la búsqueda del carrero entrerriano.

Este era astuto y conocedor de la zona, hombre respetado, podía ocultarse en cualquier lugar de la extensa meseta sin que pudiese ser encontrado. Pero estos detalle no iban a parar al Viento Zenón.

Así fue como una tarde salió de recorrida con cuatro de sus hombres llegándose hasta donde el zanjón del Río Pescado se une con el Río Deseado, cerca de Fitz Roy y allí encuentra tres peones que vienen del paraje Tehuelches, camino a Punta de Rieles.

Se pone a matear con ellos y como quien no quiere la cosa, ginebra va ginebra viene, comienza a preguntarles por el carrero entrerriano. Los peones, alertado por la presencia policial, no quieren decir mucho, pero el Viento Canto no es hombre de andar con vueltas, los separa a los tres y uno por uno a fuerza de talerazos, patadas y trompadas le saca que el famoso entrerriano, esta acampado cerca de paraje Tehuelches a unas quince o veinte leguas de allí.

Con esta noticia se vuelve para Jaramillo ya bien entrada la noche, dejando a campo abierto a los tres infelices cubiertos en sangre y machucones. Llegado al destacamento policial comunica la novedad al Ejército.

Antes que 1921 termine, el Cnel. Varela, jefe del Ejército en el Territorio Nacional de Santa Cruz, remite un parte a la presidencia de la Nación, informando que en un enfrentamiento con revolucionarios sublevados, el Ejercito de la patria los derrotó, dando muerte a un tal Font, apodado Facón Grande, que al parecer resultaba ser el cabecilla.

Para el primer día del año siguiente Zenón Canto, ya casado con la Leonor Montes y con el grado de Sargento 1º gracias a sus buenos servicios a la patria y a los dueños de la tierra, se despide de Jaramillo para acercarse a su nuevo destino: Pico Truncado.



Marejada


                                        Tu ausencia es una punzada

fatal de misterio y de júbilo 

plenas sus alas de distancias.

Circulo dolido de silencios,

conjuro de un exilio infinito

arrastrado por un viento sur

que te nombra incansable,

despedazando  los recuerdos.

Fantasmas que me muerden

mansamente, con tierna dulzura,

anunciando una creída llegada

que se pierde en una marejada.

 

 

  

lunes, 25 de agosto de 2025

El Comisario del Viento - El tren y el mar

 

La madrugada siguiente lo sorprendió sobre un duro banco de madera, junto a otros veintitantos santiagueños, tucumanos y vaya uno a saber de qué otras provincias, hamacándose al compás del traqueteo del vagón del ferrocarril rumbo a Buenos Aires.

Casi todo el viaje lo pasó dormitando, acalambradas las piernas por no poder moverlas en el estrecho espacio del vagón, viendo pasar por la ventanilla interminables verdes, algún que otro caballo, unas cuantas vacas, y estaciones cuyo nombre no alcanzaba a recordar de tantas que eran.

De Buenos Aires no pudo conocer mucho, la estación de Retiro, un viejo camión donde los fueron subiendo, los adoquines que dejaba entrever la lona que cubría la caja del camión, y por fin, el puerto donde estaba amarrado “El Asturiano”, el vapor que los llevaría al sur.

Si el marrón de las aguas del Río de la Plata lo sorprendió por su anchura, el azul verdoso del océano inundó de sorpresa todo su ser.

Nunca había visto el mar.

Ese río de Lules, que tantas veces había recorrido y que lo ayudó a escapar luego que se cargó al Chino era apenas un hilo de agua comparado con este mar que cada vez se hacía más verde más azul y movedizo.

El traqueteo del viejo carretón carbonero de La Banda era un suave arrorró comparado con los brincos que pegaba “El Asturiano” sobre esa espuma blanca que barría toda la cubierta cada vez que la proa parecía cabrestear sobre las aguas.

Muchos días de volver sus tripas para afuera, que ni contarlos pudo, ya casi le habían sacado todo el ánimo al Zenón Canto.

Se maldecía una y mil veces por haber firmado esa papeleta de mierda que ahora lo tenía metido en un camarote de dos por dos con otros tres paisanos tan descompuestos como él.

No había sopa de a bordo ni guiñapo de pan que le aguantara en la panza. Sin temor a exagerar podría decirse que durante esos largos días fue todo arcadas y todo vómito, actividades en la que no se quedaban atrás ninguno de los integrantes de la veintena de futuros Agentes Territoriales.

En un raro momento de calma, al amanecer y mientras trataba de meter aire salobre en sus pulmones y aguantarse los retorcijones que el mate amargo le regalaba en la panza, el Zenón vio que la línea oscura que se extendía a babor se iba agrandando ante sus ojos, y, muy lentamente se iba dorando con la luz del sol.

A poco se dio cuenta que se iban acercando a tierra, la línea se convirtió en lomadas, luego en mesetas y finalmente, cuando “El Asturiano” paró sus máquinas en la entrada de la ría, pudo distinguir algunas matas amarillentas y a lo lejos, muy a lo lejos un caserío como sembrado en una planicie.

El frío le cortaba la piel y el viento lo obligaba a sujetarse la boina con las dos manos.

Resultaba cómico verlo caminar por la cubierta, de alpargatas, bombachas negras, faja también negra rodeando su cintura y escondiendo el verijero, pañuelo al cuello, emponchado, y atajando como podía la boina sobre su cabeza.

Tanto empeño ponía en evitar que el viento se la llevara, que aun estando bajo cubierta seguía sosteniendo su boina con las manos, repitiendo como para sus adentros…”la puta con este viento…”

Tal vez porque fuera gracioso verlo bajo techo aferrando la boina a la cabeza, o tal vez porque de sus palabras solo se entendía la última, fue que la tripulación y el resto de los conchabados comenzaron a llamarlo “Viento”

Finalmente, Zenón Canto, tucumano de Lules, peón carbonero de La Banda, Santiago del Estero, pisaba el puerto de Río Gallegos, y en fila india, detrás de otros tantos mozos como él se encaminaba para la Gobernación del Territorio Nacional de Santa Cruz, resignado ya a jurar como Agente de la Policía Territorial.

Allí vivían poco hombres y mujeres nacidos en esas tierras, la mayoría eran chilenos que llegan en busca de trabajo, argentinos de otras provincias y bastante ingleses que no siempre se mezclaban con los otros.

Todos ellos se adaptaban, por las buenas o las malas a las condiciones climáticas de la zona, no había mucha gente caminando por esas cuatro o cinco cuadras, si es que podían llamarse así, que separaban el puerto del edificio de la Gobernación.

Las pocas que vio, caminaban inclinando la cabeza y parte del cuerpo hacia delante resguardándolo del frío que se seguía sintiendo pese a estar en verano.

La Gobernación era una construcción de chapa, que solo se distinguía del resto de las casa que había podido ver, por un balcón que coronaba la construcción de estilo inglés y que, según comentarios que escuchó, era el que había usado el Presidente Roca en l899 para saludar a los pobladores luego de su encuentro con el presidente chileno Errazuriz en Punta Arenas.

Se sentía algo incomodo cuando salió de ese edificio metido dentro de un uniforme de un color amarronado verdoso y extrañando su ajetreada boina negra, ahora reemplazada por una gorra de milico, con visera, ridículamente grande, aun para su nada despreciable cabeza tucumana.

El sable que colgaba de su izquierda le pesaba demasiado, estorbando su caminar, pero igualmente sentía la confianza de su verijero, escondido debajo del uniforme y bien pegado a su cintura.

Con esa misma estampa, embutido en una botas de caña alta  y con una mentida arrogancia que le infundieron en el mes de “entrenamiento” llegó a principios de marzo del año siguiente  a la zona de Río Turbio, en el límite con Chile, su primer destino.

Las nevadas del año anterior no habían abandonado totalmente esa tierra cuando ya se anunciaban las de ese nuevo año, sobre todo en las zonas cordilleranas. La comisaría, un boliche de ramos generales y hotel al mismo tiempo, y un inmenso desierto escarchado fue todo lo que alcanzó a ver y que, de inmediato supo, sería su “jurisdicción”, la suya de agente raso y la del Negro Molina, cabo, y por consiguiente, Jefe de Comisaría.



Uno mismo

 


Desalojé mi piel de la carne,

 transparente me veo discorde,

huesos turbios bajo la carne,

carne pulsando monólogos.

La lengua afuera, esperando

una  transfusión de imposibles.

A ciegas parezco un capricho,

tal vez ficción de otra galaxia

o un espantajo que no sirve

más que para mostrar, desnudo,

la apagada raza de uno mismo.

sábado, 23 de agosto de 2025

El Comisario del Viento - El exodo

 

Veintiocho días después de ese acontecimiento, con las primeras luces del alba Zenón Canto, balanceando las piernas al borde de un carretón entraba en La Banda, Santiago del Estero.

La misma tarde noche del hecho, y antes que  se despertara el lógico alboroto en el pueblo, Zenón había ganado el monte, él lo conocía bien y sabía por donde debía andar para alejarse de Lules.

Lo hizo como si no estuviera huyendo, de a pie y con lo puesto, pasó la zona de chacras y se  internó en esos caminos imperceptibles, que solo los pecaríes y él conocían.

Caminó medio bordeando el río, medio caminando por su lecho, cuando lo bajo del agua lo permitía, saliendo de vez en cuando del cauce para volver a internarse en el monte, no con la intención de despistar a sus perseguidores, si es que los había, sino para procurarse algún alimento, en general pulpa de Quimil, un cactus abundante que le daba las fuerzas necesarias para poder continuar.

Por las noches se acurrucaba bajo algún árbol, en cuyo tronco clavaba el verijero, todavía manchado con la sangre del Chino Sanabria, encogía sus piernas sobre el pecho, apoyaba la cabeza en las rodillas y escuchando el ronronear del río descansaba lo andado en el día, en un duermevela que lo mantenía atento a los ruidos de la noche selvática.

Sin saber muy bien cómo, abandonó el recorrido del Lules, y fue pasando por Esquina, Agua Dulce, Araoz y entró a Santiago del Estero por Tacanas, camino de Pozo Hondo ya en la áspera tierra santiagueña.

De allí, en un viejo carretón carbonero, fue llevado hasta La Banda, donde, en la zona rural, se quedó un tiempo embolsando carbón que se cargaba en el ferrocarril hasta la Capital Federal.

El tiempo le fue pasando como le pasaban todas las cosas, sin que se diera cuenta, en los tiempos de su vida santiagueña, que no fueron muchos por cierto, pasó lo más desapercibido que pudo, embolsando y cargando carbón, alejado de los boliches, y sin pisar ni una sola vez la capital provincial, sino hasta aquella vez en que tuvo que llevar el carbón hasta la estación porque el carrero Joaquín Cerezo, andaluz el, enfermó repentinamente sin que le quedara más remedio a Zenón que cumplir con la obligatoria entrega en la estación del ferrocarril.

Llegó a la estación acompañado del cansino paso de los bueyes que arrastraban el carretón, adormilado por el sol del mediodía santiagueño, y medio preguntando medio guiándose por su instinto llegó a la playa de carga del ferrocarril, donde se puso a descargar, sobre la explanada, las bolsas de carbón.

Recibió el pago del comisionista y se dispuso a gratificarse con un semillón en el boliche que estaba frente a la estación.

Dejó el carretón a la sombra de un algarrobo, le acercó agua a los bueyes, trancó las ruedas con el freno, se acomodó la boina sobre la frente, sacudió el polvo del carbón de sus bombachas, viejas, gastadas y lustrosas, y se encaminó al boliche.

No difería mucho del viejo boliche de Lules, solo que, por estar frente a la estación de trenes, tenía muchos más parroquianos, en lo demás era igual, el mismo mostrador, las mismas mesas gastadas de vino y codos, las mismas desvencijadas sillas y hasta sobre el mostrador un gato que, a no ser por la distancia y los años, se diría que era el mismo gato que se acurrucaba junto al porrón de ginebra en Lules.

Eligió la mesa cercana a la puerta, pidió su vino, y se puso a mirar la calle polvorienta y el ir y venir de los santiagueños por la vereda de la estación.

Sobre el fondo del boliche, un grupo de personas conversaba en voz alta, de entre ellos uno parecía llevar la voz cantante, se decía representante del Gobierno Nacional y estaba buscando hombres para incorporar a la policía Territorial en el sur.

Al principio no le prestó mucha atención, pero luego cuando la rutina de los caminantes de la estación lo aburrió y el semillón solo le traía malos recuerdos, comenzó a tratar de entender lo que hablaban.

Así se enteró que allá, en el sur, se estaba necesitando gente para formar la policía Territorial, que la paga era buena, tan buena que con lo que se ganaba en cuatro o cinco años, bastaba para volverse y no trabajar más, según decía el hombre del Gobierno.

No fue esto lo que entusiasmó a Zenón, sino el hecho de dejar el carbón, de salir de ese polvo negro que le manchaba la ropa y le volvía la piel más oscura aún que la que la Gumersinda le había dado al nacer.

Tanteó los cincuenta pesos en el bolsillo de la bombacha, pensó en el asturiano enfermo, en los bueyes bajo el algarrobo, enfrentó estos pensamientos con el viaje a Buenos Aires en tren, pidió otro vino, y antes de que se diera cabal cuenta de lo que hacía se encontraba firmando su conchabo para ser agente territorial, allá… en ese sur que no conocía.



Criatura anclada


 Gritas y me posees.

De mí puedes hacer

aguacero de invierno

o pensamiento desnudo.

Me enhebras a tu tiempo

en la falda de tu asombro

cual si fueras de algodón.

Desbordada de temblor

y candentemente sobria,

en tu carnalidad eterna

solo soy criatura anclada

al acantilado de tu cuerpo.