lunes, 9 de mayo de 2016

La caldera

El canal de televisión oficial cierra su transmisión exactamente a las doce de la noche ondeando en su pantalla la bandera nacional y con el himno de fondo.

A esa hora, José Antonio Lugones apaga desde el control remoto la TV, se levanta del sillón, va hasta la cocina, deja sobre la mesada el vaso de whisky con el que se acompañó viendo las noticias, y se dispone a acostarse.

En la cama ya Teresa Margarita, su esposa, duerme hace por lo menos hora y media. Después de más de treinta años de matrimonio, la cama no siempre es un lugar de reunión.

En el departamento frente al suyo, 1ro. A, Sofía Torres, arrastra sus ochenta años en un deambular en el que no termina de reconocer si ya ha anochecido o está en las vísperas del amanecer. Desde hace año y medio, las cosas y los horarios se le confunden, por eso no resulta extraño sentirla cocinar a medianoche o escucharla canturrear pasodobles a las seis de la mañana.

La planta baja del edificio no tiene departamentos, salvo la vivienda del encargado, dormitorio, cocina y baño, que se encuentra frente a las escaleras que suben hasta el cuarto piso, justo al lado del recinto que fue pensado para oficina pero que se usa para guardar trastos viejos y los útiles de limpieza.

Los ascensores quedan en el hall de entrada, son solo dos, el primero, baja al subsuelo, donde están las cocheras y la sala de calderas, y ambos se elevan hasta el cuarto piso, sin llegar a la terraza.

Es un edificio de un barrio bastante acomodado, de clase media, dos departamentos por piso, ocho en total e igual cantidad de guardacoches, de estos, cinco son utilizados por los propietarios o inquilinos, dos están alquilados y uno está desde hace unos meses sin uso, porque el del 3ro B vendió su Fiesta 2007, según dice para comprar un cero kilómetro, aunque Venancio, el encargado sospecha que es por una cuestión económica, las cosas parecen no irle bien.

Venancio trabaja en el edificio desde hace quince años, reemplazó a su padre, el encargado originario del edificio, quien falleció en un accidente laboral y para evitar conflictos legales, el consorcio decidió ocupar a su hijo y dejar que continuara ocupando la vivienda correspondiente.

Todos los días, exactamente a las siete de la mañana, Venancio inicia su rutina baldeando las veredas, la del frente del edificio que incluye la entrada propiamente dicha y los tres locales comerciales, y la lateral, que tiene la entrada de las cocheras.

Luego se dedica a asear los espacios comunes, palieres y escalera, repasa la terraza, distribuye la correspondencia y a las doce se toma su horario de descanso hasta las diecisiete en que retoma la jornada hasta las veinte horas.

La mayor parte del tiempo de la tarde lo ocupa en repetir las tareas realizadas por la mañana, y a partir de las diecinueve, luego de recoger los residuos y depositarlos en el contenedor, espera que llegue el final de la jornada, en la puerta de entrada, luego de haber revisado el funcionamiento de la caldera del subsuelo que provee calefacción central  a los departamentos.

El día y a la hora en que José Antonio apagó el televisor a las doce de la noche mientras Sofía Torres rondaba en sus tinieblas de sinrazón, la oficial Angélica Lozano, se estaba dando una ducha para luego enfundarse en su uniforme de la Policía, tomar un café negro que la ayudara a quitarse el sueño y emprender su viaje hasta la Seccional 35 donde presta servicios para comenzar su turno de veinticuatro horas.

Exactamente a la una y cuarto de la madrugada, desciende en el ascensor hasta la planta baja, en el trayecto, escucha un leve siseo al que no le presta demasiada atención, camina una cuadra y media hasta la avenida y espera el colectivo que la ha de llevar a su puesto de trabajo.


Cuatro pisos más arriba, frente al departamento de Angélica, Leandro Gutiérrez Lema, intenta por enésima vez vencer en el Gran Prix de Montecarlo con su Mac Laren, mientras continúa bebiendo Red Bull para mantenerse despierto y tratar de encontrar esa agilidad que le exige a sus dedos en el manejo de los botones del joystick que le permitan, Play Station mediante, coronarse como campeón de Fórmula 1. Ya el breve corte de luz de la medianoche le hizo perder varias oportunidades.

Los auriculares le permiten oír nítido el sonido de los motores, de las gomas chirriantes sobre el asfalto de Montecarlo, el aullar del público simulado y, de paso, impiden que se reiteren las quejas de los vecinos por los ruidos molestos a altas horas de la madrugada.

Un piso más abajo, Jacobo Arbens, del 3ro. B, repasa por enésima vez las facturas de servicios acumuladas, los resúmenes de tarjetas de créditos y el saldo de su cuenta bancaria, tratando de encontrar un mecanismo para que el total que el banco le dice tener en su cuenta corriente, resulte lo suficiente como para cancelar los compromisos más urgentes.

Quedó viudo hace seis meses y en ese lapso su vida se fue derrumbando, descuidó su negocio, una camisería más o menos prospera antaño, lo mantiene cerrado más de lo aconsejable y cuando lo atiende, antes acompañado de Sara y ahora solo, lo hace de manera desaprensible.

Una  y otra vez realiza sumas y restas, aumentando las sumas a depositar por las tarjetas de crédito, restando a los servicios, posponiendo expensas, pero los números no le cierran.

Va hasta la cocina, donde se acumula la vajilla de varios almuerzos y algunas cenas, intenta encontrar un vaso limpio que no encuentra, toma el que ha usado unas horas antes y al querer lavarlo se da cuenta que no hay agua. Igualmente decide usarlo, en la heladera, se sirve un poco de leche y vuelve a su mesa cubierta de papeles.

Un gorgoteo de cañerías en desagote le hace detenerse antes de salir de la cocina.

En el 3ro. A, María Luisa acaba de cambiar los pañales a Benjamín y lo amamanta a oscuras, mira el reloj despertador y ve que son las dos y cuarto, en un rápido calculo estima que si Benjamín se duerme en diez minutos, le van a quedar cuatro horas y media mas de sueño, suponiendo que el bebé no se despierte nuevamente. Luego, a partir de las ocho, Rosita se va a encargar de él por ocho horas.

El chupeteo que produce el succionar de Benjamín parece ir acompañado por ese borbotón que recorre las paredes, seguramente producto de alguna burbuja de aire en las cañerías.

Carolina y Roberto difícilmente puedan escuchar ni al bebé que se amamanta un piso sobre ellos ni el sonido que las cañerías producen, llevan apenas tres meses de casados y las noches se ocupan poco en dormir. La pasión los mantiene despiertos y en continuo ajetreo desde minutos después de la cena, que muchas veces realizan en la propia cama, hasta prácticamente el amanecer.

A las cuatro y cinco, Carolina, dándole un beso le pidió un momento a Roberto para ir al baño y de paso, traer una gaseosa que pudiese calmarle la sed que el amor despierta.

El único departamento que permanece vacío a las cinco de la mañana es el 2do. B. José Luis Vargas, un cuarentón soltero nunca llega a él antes de esa hora. De buen pasar, que pone de manifiesto en el Peugeot 207 Coupe Cabriolet, rojo Caribe que en ese momento está ingresando a las cocheras, se permite el lujo de estirar los after office desde la hora en que pone llave a su estudio contable hasta que el sueño comienza a dominarlo.

Esa madrugada, del deportivo que acaba de estacionar baja José Luis y una veinteañera vestida con una calza negra brillante y un breve top tornasolado.
Mientras espera el ascensor para subir hasta su departamento de soltero, José Luis escucha que algo está bullendo en la sala de calderas, le pide a la veinteañera que lo espere con la puerta del ascensor abierta e intenta averiguar la razón del ruido que sale de ese lugar que contiene el artefacto que mantiene cálido y abrigado la totalidad del edificio.

Abre la puerta, enciende la luz con el interruptor que se encuentra a la izquierda, y observa el termo hidrómetro que mide la temperatura interior de la caldera y que se asemeja al tacómetro de su coupe Peugeot 207, y asombrado lee que la temperatura marca 120°.

Pese a la hora, decide avisarle a Venancio, el encargado, aún sabiendo que a esa hora debe estar durmiendo. Empuja con suavidad a la veinteañera hasta el fondo del ascensor y pulsa la tecla de planta baja. El ascensor inicia su movimiento hacia arriba.


La explosión primero dio un impulso de ascendente al elevador, luego, como si fuera una mano invisible lo inclinó hacia el hueco de su gemelo que se encontraba detenido en los pisos superiores y sin que ni José Luis ni la veinteañera pudieran darse cuenta, los precipitó nuevamente al subsuelo de cocheras envuelto en  polvo, escombros y el resto del edificio cayendo sobre ellos.


1 comentario:

  1. Desolador final. Hiciste que entrara en cada casa y anduviera con sus moradores lo justo para conocerles un poquito y sentir un final así.
    Te felicito por tan cuidado detalle al relatar.

    Mil besitos.

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