Deslucida, la niña se sentaba al piano.
Una lluvia de impaciencias la recorría
ante la pálida espera de acertar en el tono.
Lo suyo debía ser un aporte a la cultura.
Prisionera del taburete, se dejaba volar
hacia donde el mundo felizmente termina.
Los vendavales de notas no la distraían,
su presencia era ausencia ante el teclado,
a la deriva, como enhebrando una aguja,
la apariencia de su inspiración le regalaba
versos con rima y un mohín en el entrecejo.
Como si fuese ahora, sentía en sus dedos
la tierna experiencia de una dulce sonrisa
de ese alguien que estando ausente y eterno
perdura en su esencia en esa ilusa ficción
de una niña apacible sentada en un piano.
Precioso poema con aire musical.
ResponderEliminarAbrazos