Con sus insondables ojos color del mar mira
el cielorraso. No ve el blanco estuco que se extiende de pared a pared
sosteniendo esa araña de cinco luces que ahora está apagada, apenas mostrando
sus reflejos bajo la luz de la luna que se filtra por la ventana entre abierta.
Su mirada hurga, como queriendo encontrar
algo allí, algo que sabe que debe estar pero que pero que no puede hallar.
En esa búsqueda algo le penetra el alma y se
va reflejando sobre el níveo techo, tal vez sea el reflejo del río que corre no
tan lejos, acariciado por viejos sauces llorones, caricias que le recuerdan
algunas otras alguna vez recibidas.
Mientras el sueño se le niega, la imaginación
se le desborda. A uno, intenta atraerlo con los viejos trucos que enseñan las abuelas,
contar ovejas no ha dado resultado, después de la oveja cuarenta y tres pierde
la cuenta, cosa que la enoja y se niega a recomenzar; inicia otro ensayo retrocediendo
desde el cien, pero cuando debe pasar del sesenta y siete al sesenta y seis, la
mente le juega una mala pasada y se imagina como será a esa edad.
Se ve ya no tan joven, la piel dibujada por líneas
que delatan su experiencia, las manos siempre prolijas y cuidadas, sin embargo
ya no lucen los estridentes colores de su adolescencia, su cabello sigue siendo
el mismo, tal vez un poco más corto y ocultando algún que otro hilo de plata
que no hace más que resaltar el contorno de su rostro.
Su cuerpo sigue esbelto, firmes las carnes
pese a que lo suyo no es el ejercicio diario, pero siempre se ha cuidado y eso,
el paso del tiempo lo respeta.
Ya rebasada la imaginación, se ve caminando
por la orilla del río, pisando la arena suave y húmeda, jugando con su sombra,
dejándose acariciar por esa brisa que trae aroma de islas, de pájaros y de
libertad.
Como si fuera una pantalla, el cielorraso le
va mostrando las imágenes, su sombra alargándose conforme el sol decae y esa
otra sombra que ahora la acompaña, que está a su lado, que sigue sus pasos, que
se funde con la suya.
Los reflejos de la pendiente araña le van
brindando contornos a esa sombra, un rostro, unos ojos, unos labios y unas
manos entrelazadas con las suyas.
Son hermosas las tardes en el río, las ternuras
suaves que esos dedos prodigan a su piel, los abrazos interminables que funden
sus cuerpos en un todo, y esa permanente necesidad de no separarse nunca.
Una nube que presagia tormenta oculta la luna
y quita los reflejos con que la platería de la luminaria dibujaba el rostro.
Otra vez el cielorraso es solo una extensa pradera blanquecina, semi gris en la
penumbra de la noche.
Ahora vuelve a su insomnio, a su edad actual,
a la lozanía de ese cuerpo que la
acompaña, desnudo bajo las sábanas que la cubren, a sus claros ojos que
encierran el mar y que ahora le niegan la posibilidad del sueño.
Cruza sobre su pecho los brazos, reclina la
cabeza observando la semi abierta ventana por donde ya se filtran los perfumes
de la tormenta y algunas gotas comienzan a salpicar en su marco. Se levanta y
cierra las hojas para evitar que la borrasca le inunde el alma.
Se dirige a la puerta del cuarto, con cierto furor
contenido la abre, golpea en el mar que contienen sus ojos el reflejo del
televisor encendido y escucha la voz de un relator hablando de futbol.
- Gerardo, ¿hasta cuando te vas a quedar viendo el partido?
Cierra la puerta, se recuesta en el lecho y
el cielorraso la abraza.
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