Ahora ya no importa, uno se acostumbra, pero
en su momento, con los ojos abiertos todo parecía una alucinación que llevaba a
múltiples partes y en realidad no iba a ningún lado.
Se llegó a pensar si acaso hacía daño o si
simplemente se comportaba como una alegoría de la realidad. Algunos dijeron que
vino del anchísimo mar la noche siguiente a la cerrazón que originó una brutal
tormenta.
Hubo quienes afirmaron haberla visto por
entre las rendijas de las persianas cerradas que protegían las ventanas, cuando
emergía de las aguas.
Otros, los que no estaban cerca de la costa y
por lo tanto no podían ver el mar, juraban que el viento la había traído de
allende los cerros, que atravesó aquel jardín que está frente a la Iglesia,
esquivando la cruz del campanario y elevándose por sobre la draga que quedó
abandonada en 1902 cuando desistieron de terminar el canal que rodea el
cementerio y, merodeando por las callejuelas, se fue desdibujando hasta
confundirse con las tinieblas que cubrían el puerto.
Tuvieran razón unos u otros, lo cierto es que
en ese amanecer apareció instalada tras velos que iba dejando atrás la noche. No
fueron pocos los que, desoyendo toda advertencia iniciaron la aventura de
írsele acercando, con cuidado, casi tímidamente, dando pasos cortitos y
deteniéndose a cada instante, como su fuera una lava ardiente.
Los otros, los mas responsables o quizás los más
timoratos, nos quedamos cada uno refugiados en nuestras casas observando de
lejos, viendo como esas titubeantes figuras, a las cuales conocíamos por sus
nombres, avanzaban hacia ella.
Debo reconocer, y muchos después también lo
hicieron, que nos ganó el temor y no la razón, pues si bien la curiosidad nos
empujaba, un cierto instinto de conservación nos estaqueo en donde estábamos.
En ese momento dudas y preguntas brotaban por
doquier, pero no hubo quien pudiera contestarlas, ni siquiera el señor cura
que, a medio vestir y en ojotas trataba de dar ínfulas agitando el turíbulo
desparramando olor a incienso al tiempo que oraba a viva voz.
Junto a él, de toga, como para darle
solemnidad a la mañana, el Juez de Paz se sostenía la boina evitando que el
viento se la lleve y dejara al descubierto, para mofa de los vecinos, su calva.
Antes que llegaran a estar a dos pasos los
primeros temerarios, lo que era su objetivo se espació en el suelo y fue
cubriendo, de cordón a cordón todas y cada una de las calles, pasando por entre
las piernas de los que allí estaban y subiendo las veredas justo frente a cada
puerta de las casas.
Parecía una inacabable y ancha sierpe ora
azulada, ora violácea que se iba adueñando de todo el pueblo y de sus
habitantes.
En cuanto éramos alcanzados, en cuanto
nuestras pieles o nuestras ropas tomaban contacto con su avance, la cabeza
parecía estallar en un caleidoscopio de formas y colores inimaginables y en ese
mismo instante nos resultaban claras cuestiones por las que nos habíamos
devanado los sesos durante meses o quizás años.
En mi caso resolví en un instante el Teorema
de Fermat y comprendí la técnica del descenso infinito, y su variante del
principio de inducción, lo cual me causó una inmensa alegría, pues tal logro me
permitiría obtener el doctorado en
Matemática Abstracta, si no hubiera abandonado la carrera treinta y tres
años atrás.
Hubo de aquellos que les fue de utilidad para
cuestiones más sencillas y mundanas, este calculó la temperatura exacta que
necesitaban sus huevos en la incubadora, aquella la manera de evitar que se le
cortara la mayonesa, el de mas allá como vencer su timidez y declarar su amor a
la viuda del almacenero y hasta el señor cura, confesó más tarde, que había
descubierto como estirar el vino de la misa sin tener que echarle agua.
Tal fue la algarabía que se adueñó de todos
que más pronto que lo se dice, festejábamos y nos ufanábamos de nuestros
conocimientos omitiendo preguntar qué era lo que había causado tan importante
cambio en nosotros.
Y así fueron los días pasando, alardeando a
cual más sobre nuestras sapiencias, sin percatarnos que habían dejado de pasar
por este terruño los habituales proveedores, ya nadie le traía medias reses al
carnicero, ni se renovaban los vestidos de la tienda que está en la esquina del
correo, tampoco aparecían los inspectores de renta a exigirnos el pago de los
tributos, ni anclaba buque alguno en el abandonado puerto.
Tampoco llamó a nuestro asombro la
circunstancia que ninguno de entre todos nosotros, hubiera salido o intentado
salir del pueblo hacia ningún lado.
Parecía como si, la posibilidad de tener una
nueva mente abierta nos hubiera aislado del mundo o mejor dicho, nos hubiera
sacado de él.
Y todo siguió así por el tiempo de los
tiempos, sin que nadie naciera y nadie muriera, pero al mismo tiempo todos
pudieran comprender y saber todo sobre todo, convirtiéndonos en los sabios más
sabios que se hayan conocido.
Salvo que, nunca nadie volvió a saber de ese
pueblo que estaba del otro lado de los cerros, frente al mar.
Me dejó pensando qué era eso que aparecía en el mar... y trajo a mi mente a la Virgen del mar (o dama del mar) Buena obra. E.L.
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