Existe un reloj que regala un tiempo que no avanza,
mientras los pájaros de tu pubis, sin maquillaje,
guardan en la retina el roce de un pecado para nada
original.
Vas empapándome de ilusiones las aristas de un beso,
de esos que acentúan las esdrújulas una, dos, tres o más
veces,
como un ángel travieso y distraído que pinta
renacimientos
en los espejismos de tu atrevimiento cayendo sobre mis
sueños.
Huele a tango, a burbujas, a helado de chocolate con
almendras
la niebla difusa en que te cubres para intentar
arrebatarme
con ese algo que no sé que es, pero que acuchilla la
inocencia
de tus piernas pálidas y largas, acariciándome sin final
con la lasciva angustia de un crucificado sobre baldosas
sueltas
y los gorriones, incestuosos, observando desde el negro
atroz de sus ojos,
como si se perdieran de un festín de alpiste y migas de
pan.
Y yo codiciando ser envuelto con premura en un silencio
de colores
entre los vaivenes agónicos de ese péndulo que no avanza,
sobre una pared que se descascara indudablemente por
recato
o porque, al fin, el tiempo le apareció en las grietas
un día martes o quizás un vienes de cenizas, desvirgando
su pulcritud
de pintura, arena, cal y cemento.
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