Entre las muchas
características típicas que tiene la isla de Chiloé, aparte de sus bellezas
naturales, el buen trato de su gente, sus múltiples y pintorescas iglesias, el
colorido de sus viviendas de palafitos, están las leyendas que en ella
circulan.
Debo decir que
disfruté de la cordialidad isleña desde que desembarque en Anocud y que de sus
paisajes todavía guardo imborrables imágenes no solo de los Parques Nacionales de
Chiloé, Tepuheico y Tantauco, sino de ciudades y pueblitos como Castro, con su
historia del terrible incendio en el año 1936, Quemchi, Chonchi Quellón y la ya
nombrada Ancud.
Esta historia,
leyenda, o como quieran llamarla me la contaron en un viaje que realicé hace
algunos años.
Estaba yo cenando en
un restaurante sobre palafitos en la ciudad de Castro, disfrutando de los
sabores del mar, cuando un hombre mayor se acercó a la mesa ofreciéndome
figuras talladas del Trauco, y de su esposa, la Fiura, quien también es su
hija, la cual nació de una relación que tuvo el Trauco con la Condená.
Coleccionista como
soy de singularidades locales, le adquirí una y este buen hombre me comentó con
lujo de detalles la historia del personaje, que por ahora dejaré para otra
ocasión o para que, algún cuentero chileno, con mayor sabiduría la relate.
Terminada su
relación, lo invité con un pisco, y en agradecimiento me relató la historia de
Pancho Sebo, que, según me aseguró es verídica y originaria de Castro.
Comenzó diciéndome que
hace algunos años, se corrió el rumor por la ciudad, de que por las noches, un
inmenso perro amarronado, preferentemente de noche, recorría las calles y que
en cuanto encontraba una ventana o una puerta abierta, cosa no extraña entre
pobladores conocidos y tranquilos, se aprovechaba de esta ventaja, entraba a
las viviendas y seducía a las mujeres que había en ellas, sin importar su edad
ni condición de viuda, casada o soltera.
Que de su paso o su
cercanía se tenía constancia porque dejaba un insoportable olor a sebo.
Que ya era corrillo
en el pueblo de que varias señoras, habían tenido encuentros con el misterioso
animal y que todas aseguraban haberlo corrido a escobazos y a los gritos tratando
de salvar su honra, cosa que afirmaban haber logrado.
Un tal Francisco “Pancho”
Oyarzun, conocido proveedor de la zona, que solía recorrerla con frecuencia
ofreciendo distintas mercaderías, se mofaba de tales habladurías.
Tal fue el pánico que
se expandió por la ciudad, que se organizaron batidas, sobre todo nocturnas
para dar con el canino y así lograr que la tranquilidad volviera a todas las
almas.
Por esos años la
provisión de luz eléctrica tanto pública como domiciliaria, se brindaba de
siete de la mañana a nueve de la noche, quedando el resto del tiempo, la ciudad
a oscuras, cuando mucho, las viviendas se alumbraban con los viejos faroles a
querosene.
En largas jornadas
nocturnas, las patrullas de voluntarios recorrían durante ese periodo calles y
aledaños, intentando dar con el forajido
y con resultado negativo, a no ser por algunas corridas y apaleadas a perros callejeros
por todos conocidos.
Con el correr de los
días los espontáneos miembros de estos grupos de seguridad canina, por
llamarlos de alguna manera, fueron menguando, hasta que finalmente solo quedó
una pequeña tropa de cuatro personas al mando del jefe de carabineros.
Ya casi desahuciados
de no poder encontrar al sibilino can, decidieron
una noche realizar una última partida, casi convencidos de que el tal no existía
por más que los rumores afirmaran lo contrario.
Armados con palos y
otros elementos contundentes, comenzaron a recorrer las calles desde el Río
Gamboa hasta la Plaza de Armas, vigilando con atención cuanto movimiento extraño
observaban.
Al llegar a las
cercanías del domicilio del jefe de carabineros, algo los hizo alertarse, no se
sabe si un ruido, unos gritos o pura intuición.
Guiados por lo que
fuera que fuese, ingresaron al jardín de la vivienda del oficial de la fuerza
de seguridad, en ese momento alguien aseguró sentir olor a sebo, y tal vez para
darse valor o para lograr que el incógnito perro asomara, comenzaron a los
gritos y a golpear los elementos que llevaban produciendo un batifondo
descomunal.
De pronto, se abrió
la ventana del dormitorio matrimonial y de ella saltó una descomunal figura
amarronada, peluda, que intentó ponerse en fuga hacia unos arbustos cercanos.
Sin piedad, los
patrulladores comenzaron a molerlo a golpes intentando impedir que escapase,
punto este que no lograron ya que las sombras brindaron su protección al
fugitivo.
Al siguiente día, ya
con el rumor diseminado entre los habitantes, la confirmación de la existencia
del sátiro de cuatro patas estaba en boca de todos, como también lo estaba el
hallazgo de un quillango, esa especie de cobertor confeccionado con cuero de
guanaco u oveja, encontrado entre los
arbustos que se encontraban en las cercanías de la casa del jefe de carabineros.
Sobre el mediodía,
Francisco Oyarzún hizo su aparición ofertando sus mercaderías, solo que esta
vez, su semblante lucía cubierto de moretones y con varios golpes en la cabeza
y en los brazos.
La picardía popular
desde entonces lo bautizó “Pancho Sebo”, concluyo mi ilustre amigo, apurando el
último trago de pisco.
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