viernes, 2 de diciembre de 2011

La lección

El taxi se detuvo exactamente debajo del cartel de “Salidas – Departures”. Ana María miró el reloj que señalaba el costo del viaje, y por lo bajo puteo la mala suerte suya de tener que viajar justo el día después de que aumentaran las tarifas.
Pagó los cincuenta y dos pesos con treinta y cinco centavos que marcaba el reloj con un billete de cincuenta pesos y otro de diez, el chofer se excusó de la falta de monedas y le cobró cincuenta y tres pesos.
Resignada, Ana María abrió la puerta del vehículo disponiéndose a bajar, vio que el taxista abría su puerta y mentalmente compensó las monedas cobradas de más con la gentileza de ayudarla con la valija.
Los zapatos color fucsia se apoyaron en el piso, primero el derecho, luego el izquierdo, seguidos de sus largas piernas, un trajecito veraniego, de lino, blanco tiza, velaba su cuerpo desde unos veinte centímetros por encima de las rodillas hacia arriba.
El taxista sacó del baúl una valija mediana de igual color que sus zapatos y su bijouterie, el cabello negro de Ana María se permitió jugar con el viento al tiempo que con una sonrisa agradecía la gentileza del hombre.
Las puertas de ingreso al Aeropuerto de Buenos Aires se abrieron en cuanto presintieron su proximidad, como si el halo de su belleza la precediera, allanado el camino a su paso, por el resquicio del ojo advirtió las miradas de los maleteros sobre su cuerpo juvenil, se sintió coquetamente orgullosa.
El amplio hall de los vuelos de cabotaje la recibió con un aire varios grados por debajo de los que la temperatura marcaba afuera, el brusco cambio de temperatura erizó sus desnudos pezones solo cubiertos por el saco del trajecito, se ruborizó imperceptiblemente.
Se dirigió al mostrador del chek in, con el pasaje y sus documentos en la mano izquierda, mientras la derecha arrastraba la valija unos pasos más atrás de sus zapatos, de manera tal que la manija le rozaba las nalgas en cada avance.
Hizo un mohín ante la larga fila de pasajeros enrolados en el mismo menester, calculó mentalmente cuantos había, llevaba contados unos treinta cuando los cinco primeros ya habían realizado el trámite.
Sonrió pensando que este sería breve y que, una vez en la sala de pre embarque, podría matar el tiempo leyendo “Las piedras falaces de Marrakech” de Gould Stephen Jay, cuya lectura había comenzado la noche anterior, luego de cenar con Andrés y una vez que este se hubiera retirado de su departamento donde, a modo de despedida, habían hecho el amor.
Las dos o tres páginas en las que había avanzado con su lectura, estaban marcadas con uno de los jazmines que Andrés le había regalado la víspera.
Su mente recreaba lo leído cuando se encontró que era su turno para realizar el chek in; devolvió el profesional saludo del personal que estaba del otro lado del mostrador, preguntó si podía embarcar consigo su mediana maleta y, ante la respuesta negativa, puesto que llevaba una cartera de regulares dimensiones y de igual color consigo, despachó su equipaje tomando el boleto del pasaje con el ticket del equipaje prolijamente pegado.
Sorteo el laberinto de cintas de seguridad sintiendo como se clavaban en su cuerpo las miradas de los hombres, su melena negra se movía en un acompasado vaivén que le seguía desde que era niña y que, a sus veintidós años se había acentuado.
Caprichosa y satisfactoriamente recalcó el movimiento de sus caderas mientras se dirigía al kiosco en busca de alguna revista que le ayudara a menguar las horas de vuelo, la casi total ausencia de asientos en el hall del Aeropuerto porteño, obligaba a los pasajeros y a sus familiares a permanecer de pie, por lo que debía moverse entre ellos.
Esta vez sintió la mirada de algunas mujeres que la observaban con una mezcla de envidia y admiración, amplió su sonrisa con un mohín mientras ojeaba las tapas de las revistas. Mientras “Hola” anunciaba en portada la alta costura otoño-invierno 2011-2012 (ah!!! Si pudiera ir a Europa, pensó para sí), “Vogue” prometía, en su versión inglesa, una nota sobre los pechos de Victoria Beckhan y algo sobre el Spring Style.
Optó por esta última, más interesada en la aventura de los pechos de la ex Spice Grils y en la posibilidad de agilizar su lectura del inglés, que en las novedades de la moda europea.
Completó su compra con un paquete de galletitas “Sonrisas” (desde la cena con Andrés apenas si había desayunado algo liviano) y unos “Virginia Slim”, no tanto porque le agradara fumar, sino porque tenía una imagen mental suya con un glamour especial con esos cigarrillos largos y perfumados en sus manos.
Pago la compra y se encaminó a la escalera mecánica para ascender al primer piso e ir al sector embarque, le quedaban cuarenta y cinco minutos de espera.
Al promediar el ascenso de la escalera, se apostó a si misma que, algunos peldaños por debajo de ella, algún hombre estaría aprovechando la ocasión para observar sus piernas y todo aquello que la escueta falda dejara ver, que desde esa perspectiva, seguramente abarcaría algo de su lencería interior.
Giró su mirada hacia el río, y como si fijara la vista en un punto en especial a medida que la escalera ascendía ella miraba más hacia su derecha, hasta quedar en una posición favorable como para prestar atención, disimuladamente hacia la parte inferior de la escalera.
Volvió a sonreír con cierto sarcasmo. Efectivamente, cuatro o cinco peldaños por debajo de ella, dos jóvenes tenían fijos los ojos en algún punto de su cuerpo que no era precisamente la espalda.
Cuando accedió al sector de pre embarque encontró una hilera de sillas vacías, se sentó en una y dejó su voluminosa cartera sobre la contigua, sacó de dentro de ella “Las piedras”, rozó con el dedo el jazmín algo marchito, pero perfectamente aromatizado y abrió la página que el singular señalador marcaba.
Cruzó sus piernas y se puso a leer.
Unos minutos después, un señor de alrededor de cincuenta y cinco, sesenta años, alto, canoso, impecablemente vestido con un traje oscuro con finas rayas grises, camisa inmaculadamente blanca y una corbata de fondo gris, rayada, en tonos de rojo, violeta y negro, se sentó silla de por medio, separado de ella solo por la aquella en que reposaba su cartera.
Continuó su lectura por algunas páginas más y, a los fin de no descuidar su cartera, dirigió su mirada hacia la silla en la que esta se encontraba, al hacerlo, no pudo evitar dar una ojeada al rostro del hombre, canoso, correctamente afeitado, con una prolija barba candado entrecana cubriendo su barbilla.
El hombre sostenía en sus manos un diario plegado y miraba hacia la pista de despegue.
Al volver la vista hacia la cartera, descubrió al lado de esta, el paquete de galletitas “Sonrisas”, imágenes de su niñez, camino a la escuela o tirada sobre su cama leyendo alguna historieta y comiéndolas, le vinieron a la mente. Endulzó su gesto con los recuerdos, y sintió en sus papilas el sabor de esas masas rellenas de jalea de frambuesa que en una de sus tapas dejaban escapar por dos ojos y una sonriente boca, parte del dulce.
Apoyó el libro en sus piernas, tomó el paquete, y con displicencia lo abrió por la tirilla rojiza, sacó una galletita, y dejando el paquete sobre su cartera, se propuso continuar con la lectura, esta vez disfrutando de la golosina.
No había hincado el primer mordisco ni había vuelto a posar sus ojos en el libro, cuando presintió, más que observó, como el caballero de silla de por medio, tomaba el paquete de galletitas y de él se servía una.
Le causó asombro, y con tal rostro le dirigió una mirada, el hombre sonrió afablemente, llevando a su boca la galletita tomada.
Continúo su lectura por unos cuantos minutos más, pero su mente estaba en la actitud que había tomado el señor sesentón, no podía entender como una persona con tal presencia hubiera tenido el arrojo de servirse de una golosina sin al menos requerir de su autorización.
Al cabo, cuando el sabor de la primer “Sonrisa” había terminado de dejar solo resabios en su boca, resolvió recoger una segunda. Hecho esto, dirigiendo una mirada al señor del traje con rayitas grises, quiso volver a su lectura, pero inmediatamente se percató de que el sujeto volvía a tomar el paquete de sobre su cartera y a quitar una nueva galletita.
Esta vez no fue asombro, fue una indignación sorda la que comenzó a ganarla, iba a insinuar algún reproche, cuando, desde algún lugar de su cerebro estalló una luz de advertencia: seguramente es un viejo verde que utiliza esta táctica para iniciar una conversación y luego intentar algún acercamiento.
La sola idea le pareció desagradable, no porque el hombre en si lo fuera, sino porque bien podría ser su padre y porque no, también su abuelo, si es que, lo bien cuidado de su figura disimulaba más años de los que aparentaba.
Esa sensación desapacible le hizo valorar que lo más conveniente era no efectuar ninguna recriminación, privándolo así de iniciar una charla que, ya estaba convencida, iba a ir por mal camino, máxime que dicho señor le había sonreído nuevamente de una manera afectuosa.
Se enfrascó con más ahínco en su lectura, pero fue inútil, una sorda ira la iba ganado, miró el reloj y todavía faltaban treinta minutos para iniciar el embarque, rogó que no tomaran el mismo vuelo, temiendo que, además, tuviera que soportarlo como compañero de asiento durante las horas que durara el mismo.
Comenzaron a arderle los lóbulos de sus orejas, siempre le ocurría cuando se enojaba, y más ira acumulaba, más le ardían, estaba convencida que ya los tendría rojos.
Quiso continuar matando el tiempo volviendo a retomar el hilo de la historia de “Las Piedras…” pero resultó en vano. Encolerizada como estaba, todos sus pensamientos la llevaban a despotricar contra su involuntario compañero de espera.
Con el libro apoyado sobre sus piernas, se dedicó a tamborilear con sus dedos sobre las tapas, haciéndolo de manera exagerada para demostrar su molestia y su incomodidad, al hacerlo, por momentos volteaba a mirar al hombre, este le sonreía con la misma afabilidad de siempre, es más, en un momento pareció intentar balbucear algo.
Antes de que pudiera hacerlo, Ana María, levantó nuevamente el paquete de las dichosas galletitas, ostensiblemente contó las que quedaban, cuatro, haciendo el mayor ruido posible con el papel del paquete, retiró una, y mirando fijo y a los ojos al hombre, con su mejor cara de pocos amigos, volvió a dejarlo sobre su cartera.
El personaje, sin quitar la sonrisa entre bonachona y complaciente de su rostro, estiró la mano casi al mismo instante en que ella dejaba el paquete para repetir su ritual, que, ya a esta altura, Ana María consideraba de robo de galletitas.
Sus dedos por un instante estuvieron a punto de rozarla, la daga de sus ojos negros se clavaron en él, mirándolo de una manera tal que de haber podido lo hubiera fulminado.
No hay duda, pensó, es un viejo verde, un hijo de mil putas que se cree que con la boludez esta puede tener una posibilidad de hablarme, eso está esperando, que le diga algo para hablarme, mierda le voy a hablar, viejo puto. Te voy a hacer un escándalo que no te vas a olvidar en tu vida, voy a empezar a los gritos, te voy a denunciar…. Ya estoy repodrida de tu jueguito pelotudo.
Tomó con acentuada irritación el libro, dispuesta ya a pararse y cantarle las cuarentas, cuando por los altoparlantes del Aeropuerto se escuchó: “Pasajeros del vuelo 2456, destino Las Leñas, embarcando por puerta número seis”
Era su vuelo, por fin había terminado esta agonía, solo rogaba que no lo compartieran, y si tenía esa desgracia, que no fuera su compañero de asientos… esto podría ser peor aún.
Se levantó mostrándose visiblemente molesta, los labios apretados, la vista fija en el hombre, tomó su cartera, la acomodó sobre su hombro con un gesto rudo, y recogió de la silla el paquete en el que quedaban dos galletitas.
Tomó una, arrugó el paquete destrozando la restante y lo arrojó con violencia sobre la silla, algunas migas fueron a parar sobre el pantalón del  grosero, este la miró sonriendo y hasta inclinó la cabeza como despidiéndola, o al menos eso le pareció a ella.
Más enfurecida aún por lo que consideraba una burla, pasó el mostrador de embarque, se metió en la manga caminando apresurada y masticando su ira e ingresó al avión.
Agradeció cuando dio inicio al carreteo que no hubiera demoras en la partida, últimamente las aerolíneas por conflictos gremiales, habían tenido demoras insoportables, de horas, en sus vuelos, y que la nave no estuviera completa.
En su fila de asientos estaba sola.
Su desagradable experiencia no tendría que ser soportada durante el vuelo.
Esperó que el avión, ya en el aire, se estabilizara, luego de su giro sobre el río de la Plata, y antes que comenzara el servicio de a bordo, decidió retocar su maquillaje.
Abrió la cartera, sacó la “Vogue” y la dejó en el respaldo del asiento que tenía frente a si, y se dispuso a buscar su pequeño neceser de viaje.
Miraba por la ventanilla ese Buenos Aires que se iba quedando cada vez más lejos y más chiquito en tanto el avión avanzaba hacia Las Leñas, mientras sus dedos, largos y con las uñas prolijamente cuidadas, hurgaba en la cartera en busca de los maquillajes.
Sintió un roce extraño y su mano derecha extrajo de la cartera fucsia, un intacto paquete de galletitas “Sonrisas”.

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