Ridículo
en sus límites, sin manías vírgenes,
creó
primero un final triste para la pasión.
El
argumento era viejo, y el muy joven, todavía.
Sonaba
a agravio contra una verdadera mujer.
De buen
corazón, se propuso una creación,
algo
especial, que retumbara en la ciudad.
Dos
enamorados en un laberinto o algo así.
Algunas
veces, lo pensaba perfecto, otras,
un extraño
castigo marchito por el miedo.
Entonces,
aburrido de sí mismo, y sin nada
coherente
que decir, se tronaba los dedos
y paseaba
en bicicleta sobre la luna llena.
Le
calzaba zapatos de tacón a las gaviotas
y
sentía que, con una canción de té con leche
le llegaba la inspiración a su existencia.
Su
simpleza, era un telegrama de cuarzo
que
le repartían en el minuto treinta y uno,
tenía
su corazón en luminosas sombras
y en
los bolsillos, razones para seguir siendo
un novato
de plástico temblando sueños.
Ni
bello ni sublime se regenera en líquenes
con
los que va cubriendo la tibieza de su piel.
Ilustración: "Laberinto" Irene Agulló
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