El
hombre despertaba los lunes por la mañana.
Su
boca sabía a noche y a cenizas de ilusiones,
el agua
le despertaba el día y un café el juicio.
Lentamente,
corría sombras, aspirando a primera luz,
amaneceres
difusos y hastíos flotando en sordina.
Buscaba
nubes en el techo, adivinando el tiempo,
y en
la pared, rayaba un jardín de silencio sepulcral.
Tan tristemente
ciego de tener tanto de nada,
en extravíos
de fantasma urbano se desperdiciaba.
Invisible,
un reloj le prolongaba toda falsa espera,
luego
razonaba con ese nadie que inventó su mirada.
Así
hasta el domingo, en que volvía a recomenzar.
Peor
que todo carcelero, su pensamiento le hacía resonar
el suplicio
de haber perdido tiempo ha, la libertad.
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