Arrugó el papel y lo tiró sobre el
escritorio. Sobre que podría escribir si nunca le sucedía nada. Todo en él era
monótono.
Su saco azul brillando en los codos, la
espalda y las solapas de tanto uso, su interminable camisa blanca con el cuello
algo gastado, su pantalón gris con rodilleras y pelotitas por doquier, sus
zapatos negros con varias media suelas ya cambiadas y su inefable corbata azul
con lunares blancos, la corbata de Gardel, le habían dicho cuando la compró en
la vieja tienda El Clásico, de Liniers, justo al pasar la General Paz.
Todo en realidad lo había comprado allí, no
porque quisiera, sino por necesidad, recordaba que fue un viernes, porque el
lunes, gracias a las gestiones de su padrino Héctor, comenzaba a trabajar en el
Correo y quería impresionar.
Ya pasaron más de veinte años desde que entró
en esa vieja estafeta postal de Artigas y Yerbal, le dieron un par de cubre mangas
negras con elásticos y lo pusieron a sellar sobres.
Ahora ya no sella sobres que no sabe a dónde
van, ahora se instala en el aburrimiento de esa oficina con olor a moho y
tabaco, ocho rigurosas hora por día y se juega a si mismo apuestas para ver si
acierta el momento exacto que la manecilla del reloj de la pared se detiene
sobre la hora justa, los cuarto de hora, las medias horas y las menos cuarto.
Siempre pierde.
Cuando se cansa de perder, ya es la hora de
irse. Cruza hasta la plaza, mira un rato las palomas, si encuentra algún banco
libre se sienta, cuenta las hojas de los arboles, pero inevitablemente, después
de la treinta o treinta y cinco se pierde, se levanta, va hasta la pizzería al
paso que está junto a las vías, pide dos porciones de muzzarela, cruza las vías
y camina lento hasta Bacacay, se encierra en su habitación, prende la radio, se
come la pizza, muy pocas veces con cerveza, generalmente con agua, se desviste,
coloca sobre la silla el saco azul, que antes tiró sobre la cama, los
pantalones grises, la camisa blanca y sobre esta, la corbata de Gardel.
Todos los días igual, más de veinte años de
hacer lo mismo. Tipo de rutina, que le dicen.
Pero ahora está allí, en esa oficina con olor
a moho y tabaco, la última vez que miró el viejo reloj de la pared eran las
tres y veinte de la tarde, sin saber por qué, y antes de que se apostara a si
mismo que iba a volver a mirar la hora justo cuando fueran las tres y media, se
le ocurrió escribir algo… que? No sabía, algo, un cuento, un verso, una carta a
nadie… pero no podía, a él no le pasaba nada.
Se distrajo en ese metejón escribir algo, garabateando
y arrugando papeles que tiraba sobre el escritorio, y cuando se dio cuenta eran
las seis de la tarde. Hora de su diaria rutina.
Se quitó las cubre mangas negras, las mismas
en veinte años, las dobló con cuidado y cuando las fue a poner en el cajón del
escritorio, vio en el piso un resorte incrustado entre la junta de la pinotea.
Lo levantó, vio que era un viejo resorte de
cobre, en bastante buen estado, y se puso a buscar de donde podría haber
salido. No había nada, salvo la humedad y el humo, que le diera indicio sobre
el origen del resorte. El escritorio era de madera, igual que las dos sillas y
el viejo perchero, la antigua máquina de escribir Corona no tenía resortes de
cobre y además seguía presa en su caja negra desde hace ya bastante tiempo.
Sin saber porque se puso el resorte en el
bolsillo del saco azul y se dispuso a cruzar hacia la plaza, antes, miró el
reloj, siete menos cuarto en punto. Esta vez se había ganado su propia apuesta.
A veces, algo pasa.
Puede sonar tonto lo que voy a decir, pero así como al personaje se le apareció el resorte, hace pocos días sobre el mantel, en la mesa del comedor, apareció una trocito de chapa plateada de más o menos 1 cm x 2 cm con un agujero pequeño en un extremo. Nadie más que yo estuvo ese día en casa y no tengo la remota idea de dónde salió eso. Raro ¿no?.
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