martes, 27 de octubre de 2015

La apuesta

Se sentaron frente a frente, en el medio, una pequeña mesa totalmente blanca. El cuarto era pequeño, no tenía ventanas y solo una única puerta de ingreso y salida.
La pequeña mesa enfrentaba dos sillas, y nada mas había en aquella habitación. Solo ellos.
El vestía una camisa azul marino, con finas rayas blancas, desabotonado el cuello, las mangas arremangadas, en la izquierda un viejo reloj de cobre, no tenía anillos, sus manos terminaban en unos dedos largos de uñas recortadas.
Frente a él, sobre la pequeña mesa blanca, dos mazos de barajas españolas en sus respectivas cajas intactas, sin abrir, aún cubiertas con el fino celofán que las protege.
A cada lado de ambos mazos, unas manos finas, pálidas, que comenzaban en unas uñas que denotaban un especial cuidado, tal vez manicura, venas azules apenas asomaban bajo la piel, luego las muñecas, los antebrazos ambos de piel laxa, se los veía nítidos hasta los codos, más allá, si bien adivinaba que se elevaban hacia lo que sería el torso, se perdían en la penumbra que dejaba la lámpara que iluminaba la mesa blanca.
Se sintió intranquilo y carraspeo, más que nada para sentir algún sonido.
-     Si estas decidido, el tema es simple – escuchó la voz que nacía de la sombra – hacemos la apuesta, una vez aceptada no te puedes retirar, cada uno abre un mazo de naipes, tú eliges cual, las barajas como y cuanto quieras, yo hago lo mismo con el otro mazo, luego nos lo intercambiamos. Con cada mazo frente a nosotros, cuando tú digas, elegimos, cada uno de su mazo, una carta, quien saca el naipe más alto, gana. Así de sencillo.
Decidido, afirmó con la cabeza y con un nervioso sí que apenas se escucho en el pequeño cuarto. Vio como las manos de uñas cuidadas abría un paquete de cartas, el hizo lo propio y colocaron los mazos uno al lado del otro. Eligió el de la izquierda.
Lo tomó en su manos y comenzó a barajarlo, el otro hizo lo mismo, luego pusieron el montón de cartas cada uno frente al otro, y el hizo su apuesta.
-     Si gano, quiero 20 años y una fortuna.
La voz detrás de la lámpara soltó un acepto y agregó:
-     Tú ya sabes que te juegas.
Ambos pusieron sus manos sobre la barajas que estaban boca abajo, y al unísono las alzaron, en su mano el vio un cuatro de bastos, el corazón le dio un respingo, pero puso la carta vuelta hacia arriba sobre la mesa blanca.
La mano de uñas cuidadas dejó de tapar la carta que ocultaba y mostró un dos de oro.
-  Vete, ahí tienes tu fortuna y tus veinte años, ni uno más, porque al final, yo siempre gano.

Se apagó la luz del pequeño cuarto, fue hasta la puerta dispuesto a salir, pero sin saber porque, se sintió amargado. 


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