La nocturnidad se derramaba sobre el piso,
avanzando cual legión romana, con
parsimonia y regularidad, pero sin pausa, dejando bajo su paso una alfombra
umbrosa que más se acentuaba a medida que el sol iba cayendo.
Recién cuando el hosco tropel alcanzó los
bordes del sillón en que estaba leyendo, Horacio encendió el quinqué con una tardanza
sin igual, estaba culminando la lectura de “El Ser y la Nada”. Sartre lo tenía
atrapado.
En la apenas obscurecida estancia, una vez
culminada la última hoja del tratado, se puso a pensar como sería un mundo en
el que existieran personas, seres capaces de crear sus propias leyes, rebelándose
contra todo tipo de estatutos, aceptando la responsabilidad, la ética y la
moral personal sin el apoyo de la sociedad.
Pero lo que más llamó su atención fue esa
posibilidad de que el hombre, en su inacción pudiera quedar varado entre lo que
fue y lo que podría ser.
En la Nada.
Amodorrado por el titilar del candil, lo
confortable del sillón y las cavilaciones en que estaba sumido, su mente se
torció en una asociación entre la Nada y el Todo, descubriendo las
contradicciones que ella encerraba.
La Nada implica la inexistencia de cualquier
objeto, sustancia o ente posible. Si se diera, ni siquiera él, que en ese
momento estaba pensando, sería posible, y más aún, si no era posible alguien,
algo, que pensara en la Nada, esta tampoco podría existir, por lo tanto, y por
contradictorio que fuera la Nada existía.
Por las reglas de la contradicción, aquella
que afirma que dos afirmaciones sobre la realidad no pueden ser ciertas al
mismo tiempo, aunque tampoco las dos pueden ser falsas al mismo tiempo, supuso
que a la Nada se le puede oponer el Todo, entendiendo este como un gran
intelecto que en cualquier momento dado conociera todas las fuerzas que animan
la naturaleza y las posiciones de los seres que la componen.
Si este intelecto fuera lo suficientemente
vasto, no existiría para él ser incierto y el futuro, así como el pasado,
estarían frente a sus ojos.
Visto de esta manera, el Todo contendría
dentro de sí, como una posibilidad a la Nada.
Discurriendo así llegó a una primera
conclusión: La Nada, por definición no puede contener al Todo; en cambio el
Todo, necesariamente contiene a la Nada.
Pero a su vez, si estaba pensando en la Nada,
eso quiere decir que era “algo”, una entidad, objeto, substancia o cosa que
existe pese a la Nada, lo cual, obligatoriamente lleva a afirmar que la Nada,
como tal, no existe, dado que, al menos, existe ese algo que piensa en ella.
Por otro lado, si existe el Todo, y este
encierra en sí mismo a la Nada, puesto que el Todo es omnicomprensivo,
fatalmente se debe finalizar por aceptar que la Nada existe. Dentro del Todo,
pero existe.
Así, Horacio se veía o como parte integrante
del Todo, junto o tal vez distante de la Nada, pero coexistiendo, raramente,
con algo que podría ser y no ser al mismo tiempo.
Volviendo a dirigir sus reflexiones a la
teoría de las contradicciones, se dijo que algo no puede ser y no ser al mismo
tiempo.
Ya las altas horas habían ganado su batalla
contra la luz, el quinqué débilmente resistía, cual trinchera aislada,
reflejándose de vez en cuando en sus ojos semidormidos y él continuaba
cavilando en lo contradictorio de su pensar.
En esa penumbra, comenzó a aterrarlo la
posibilidad de que, el Todo solo fuera una ilusión. Que no existiera ni el
candil que lo alumbraba, ni el sillón en el que reposaba, ni ese cuarto, ni tan
siquiera la oscuridad reinante, ahora profunda y única posible.
Que el Todo no fuera más que una quimera
gestada por la Nada, para mantener su indemne reinado sobre todas aquellas
entidades, objetos, substancias o cosas que, sabiendo de alguna manera que
podrían existir, en realidad no existieran. Los “algo” no eran más que
espejismos creados por la Nada para mantener al Todo en el desierto del no ser.
Ese no ser que se auto proclamaba Nada. Ni
siquiera Horacio.
Profundo texto.
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