Era
un tipo sobrio y minimalista,
conductor
de safaris en medio de la ciudad,
médico
de corazones rotos
y
músico de silencios prolongados.
Héroe
ingenuo y absurdo,
recuperaba
restos triturados de borrachines
en
las cantinas del bajo fondo,
alimentando
su ilusión de inmortalidad
presentando
recursos de amparo
sobre
los cuerpos enamorados.
No
sé porque, pero se enamoró por primera vez
de
una morena de generosas caderas,
piernas
largas,
y
labios con felicidad para todos.
Tuvieron
su luna de miel
bajo
un tragaluz, en un quinto piso,
frente
a la calle del faro,
con
largas noche de copas.
Careciendo
de estatura para semejante mujer,
bebió
más de lo habitual para alcanzarla.
Indeciso,
desorganizado y confuso
terminó
siendo rescatado en ruinas
de
ese primer amor en grande.
Luego
fue payaso de una ágil trapecista
en
un circo ambulante y nostalgioso.
En
la hora del espectáculo
se
cruzaban traviesas miradas y tenues caricias,
pero
el lecho solo era tierra de desconcierto.
Como
se pierde el agua,
un
martes o quizás un miércoles, se escabullo
tras
un hombre que vestía de arzobispo.
Dicen que son felices.
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