Como espectros aislados en las ruinas de un laberinto,
colgando en la inutilidad de una ausencia sin tiempos,
la melodías desiertas de la pesadumbre se arrumban
bajo las penumbras de un bosque de lamentaciones.
La vulneran, ciertas y envenenadas, las flechas de la
aflicción,
nublando todas las esperanzas de romper las cubiertas
que ahogan, desde todas las direcciones, el entendimiento.
La aflicción se consume en las cáscaras del fuego
interior,
se doblega, aislado, el hálito de una respiración
entrecortada,
los enmohecidos grilletes abruman la soledad del
prisionero.
La estrella de la libertad parece habitar en algún
distante país,
hoscos son los cielos del silencio perenne que habita las
rejas.
Se agrietan los labios en los horrores que guarda el
grito callado,
no existe balcón que deje entrever las colinas de la
liberación.
Purga su culpa quemándose el alma quien ese encierro
habita.
Pero es la razón la que, en los márgenes de la
coherencia,
deambula por islas oscuras sedienta de la luz malgastada.
Hurga en los escondrijos el perfume del viento, del bosque
y el mar,
intentando aferrarse de imaginarias alegrías en su
entierro sombrío.
El cuerpo termina abrazando una esquina para silenciar su
dolor,
pero la mente padece en la turbulencia de saberse
encerrada.
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