Por ese entonces, el pueblo ya tenía sus
cinco calles que llegaban a la ruta, todavía de ripio, casi intransitable en el
invierno o en los días de lluvia.
Como pueblo, había llegado tarde al reparto
de tierras donde los chacareros, esfuerzo mediante, pensaban hacer fortuna,
pero algunas pocas chacras se esmeraban en crecer alrededor de esas cinco
cuadras.
Según algunos un coronel de apellido vasco
Olascoaga, fue quien empujó a los últimos araucanos y tehuelches de la zona
hacia la cordillera por mil ochocientos ochenta y nueve y comenzó la repartija
de tierra entre oficiales, las mejores, y la soldadesca que lo acompañaba.
Recién unos cincuenta años después, el pueblo
pudo sentir que era un pueblo, y como todo pueblo que se precie, a la vera de
la ruta que une Viedma con Bariloche, se instaló el boliche de campo, parador
obligado de arrieros y cuanto paisanaje anduviese por esos lados con la
garganta reseca en la búsqueda de un aguardentoso vino o de una ginebra.
Uno de los primero pobladores fue un turco
cambalachero, que se tuvo que quedar medio de prepo cuando los dos matungos que
tiraban de su carro dijeron basta apenas pasado el boliche de la ruta.
Cambiando baratijas y alcohol por tierra, se
hizo una casa y en el frente un almacén de ramos generales. Después vino un
cura y levantó la iglesia a puro mangazo, mas tarde unos gallegos inmigrantes y
unos cuantos tanos que mandó el gobierno para colonizar.
Mucho más tarde llegó ese personaje siempre
vestido con traje largo de color negro, muy oscuro, con una faja en la cintura
y un sombrero aludo que las más de las veces debía sostener con ambas manos
para que no se lo volara el viento.
BENSHAJAR MACEVSCHI, que con el paso del
tiempo pasó a ser solo Ben, puso una tiendita en la que vendía algunas telas,
botones, alguna que otra puntilla y pocas cosas más, para bronca del turco que
en su almacén de ramos generales algo de eso tenía.
Poco a poco su negocio fue progresando porque
Ben era un hombre afable algo extraño con su semblante barbado, su sombrero
negro de fieltro tipo “Fedora” y esos mechones largos de pelo a los lados de la
cabeza, frente a las orejas, y pronto fue apreciado por todo el pueblo.
Y digo todo, porque, aunque lo disimulaban
había dos que lo tenían entre ojo y ojo: el turco, por una cuestión de
competencia comercial, y el cura, este por viejos resabios religiosos.
Tal vez por eso, o porque simplemente no
quería, Ben nunca se casó.
En el pueblo, como en todo pueblo, pronto
hubo que inaugurar un cementerio, porque allí también la gente tenía la
costumbre, de vez en cuando, de morirse. Los rituales funerarios eran siempre
los mismos: velorio en la casa del infortunado, medio pueblo cuchicheando sobre
las bondades o picardías del finado, consuelo a los familiares si los había y
rondas interminables de anís para las damas y ginebra de la fuerte para los
señores.
Luego, al día siguiente, procesión con un
alto en la Iglesia, donde el cura le daba el último adiós y encomendaba su alma
para continuar hasta el cementerio que estaba al otro lado de la ruta.
El cementerio era chico, en un pueblo chico
se mueren pocos, porque si se murieran muchos el pueblo sería el cementerio.
Un buen día la suerte que a todos tarde o
temprano les toca, le toco a BENSHAJAR MACEVSCHI, el Ben de nuestra historia.
El acontecimiento conmovió a todo el pueblo,
no porque Ben haya decidido iniciar su último viaje, sino porque nadie sabía cómo
se debía proceder con un extinto que no fuera cristiano o al menos pareciera o
dijera serlo.
¿Tendría que haber velorio? ¿Se serviría anís
y ginebra si lo había? ¿Tenía que ser puesto en cajón? ¿El cura tendría que
decir un responso? Y sobre todo la pregunta crucial ¿se tendría que enterrar en
el cementerio del otro lado de la ruta?
El cura, que a todas luces era el más leído
de todos, trataba de explicar que la “gente como Ben”, así lo identificaba,
tenían unas reglas especiales que él no conocía bien pero que de ningún modo
iba a dar un rezo por alguien que no creía en Dios, el comisario le rebatía que
Ben si creía en un dios, solo que no lo llamaba dios y que de lo demás nada
sabía, solo sabía que de una u otra manera tenían que enterrarlo porque no lo
podían tener para siempre ahí en su casa.
El Turco no opinaba a viva vos, pero
cuchicheaba entre las mujeres, que no podían enterrar en el mismo cementerio
que a los cristianos, porque eso ofendería a estos y también al muerto, y ya se
sabe como son las mujeres, una dice, la otra dice y la de mas allá repite,
hasta que todo el mundo se convence de que lo que dicen es así y no hay vuelta
que darle.
La cuestión es que, al llegar la noche del
segundo día, el cura, el turco, el comisario y la señora del comisario, se
fueron hasta el boliche de campo, que también oficiaba de comisaría, a discutir
el asunto y resolverlo vinos mediante.
Salomónicamente resolvieron que debían
enterrarlo, pero no en el cementerio “cristiano” (esto lo dijo el cura), así
que al lado de este, inventaron otro cementerio para poder enterrar a Ben, un
cementerio con un solo muerto.
Aunque parezca mentira, aún hoy, a la vera de
la ruta nacional 22, frente al pueblo de
Chimpay, todavía se conserva el cementerio judío donde descansa BENSHAJAR
MACEVSCHI, el único allí enterrado.
Historia muy bien contada. El toque de humor me encantó.
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