El lugar abruma, no mas al llegar el tufo
maloliente de aguas estancadas sacude una bienvenida que se recibe como una
trompada.
La cerca, si es que es una cerca, son
esqueletos de autos descuartizados, lavarropas desvencijados, maderas podridas,
y otros mil cacharros todos amontonados. Si bien se mira, no impide ni que se
entre ni que se salga, solo está allí para marcar un límite.
Luego están las mazmorras, de algún modo hay
que llamarlas. Construidas sin orden, todas a medio hacer, con sus techos de
chapas acanaladas, con manchones de óxido por nubes de donde brotan interminables
agujeros que son estrellas que incesantes gotean.
Al Norte, una pared de cartones viejos,
atados con alambres a desvencijados postes y algún que otro retazo de nylon
cubriendo huecos, al Este sosteniéndose como puedan bidones plásticos de
diversos tamaños y colores, abiertos por el medio como reses recién
despellejadas, y en el vacío que dejan entre ellos, oficiando de ventana, un
trapo descolorido coqueteando ser cortina.
Al sur no hay nada, es una inmensa puerta
abierta a ese pasillo de barro y greda que serpentea por entre los demás
encierros, solo la pared del Oeste merece este nombre, pedazos de ladrillos
unidos por una argamasa delgada como un hilo.
Adentro están los condenados. Los hay viejos de
alcohol enrojeciéndoles la cara, otros de vejez indefinida, hombres
desocupados, mujeres desgreñadas, y niños, muchos niños, niños en bandada. Y más
de una adolescente jugando a estar embarazada.
Los guardianes les prohíben salir de sus
cubiles. Están en todos lados, y con mil formas inimaginables: los planes de
subsidios que los mantienen encadenados, las ofertas políticas y electorales
que les menean sueños que solo serán sueños, los que les prometen el cielo por
aquello de que los pobres son los bienaventurados, los caritativos
asistenciales que se cansan de inculcarles la castidad, como si hubiera manera más
fácil y barata de poder gozar y disfrutar, y por sobre todos ellos, los que se
dicen del gobierno dentro de un uniforme y bajo de un birrete, y que tienen la
facultad de arrestar por portación de cara.
Y luego los peores, porque son igual de
condenados, doblemente condenados, porque no solo están adentro y de allí jamás
salen, sino también porque en su condena, del territorio se adueñan defendiendo
una droga que los mata matando y que matan para poder seguir matando, de a
poco, día a día a todos y cada uno de los que están condenados.
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