miércoles, 9 de septiembre de 2015

Conozco al hombre que va a morir

Está sentado frente a mí, las manos apoyadas sobre la mesa de la confitería, la derecha juega con la cucharilla de café, la izquierda tamborillea sobre un cuaderno negro, al costado una lapicera reposa.
Yo lo conozco. Es el hombre que va a morir.
Parece no estar preocupado, su mirada se pierde por la vidriera que da a la avenida, tal vez observando el paso del colectivo 60, un tanto vacío a esta hora de la tarde, tal vez el lento andar de ese taxi que va en busca de pasajeros, o solo le mira el culo a la rubia que espera que el semáforo le permita cruzar la avenida.
No puedo adivinar sus pensamientos en ese silencio de piedra pómez en que está metido.
Tiene las piernas cruzadas debajo de la mesa, su pie izquierdo apoyado en el piso mientras el derecho bailotea, la bocamanga del pantalón lo acompaña. Es un pantalón gris topo. Un saco azul me oculta su cuerpo, pero parece algo excedido de peso, no mucho. Su cuello asoma desde adentro de una camisa blanca, se une por el mentón al rostro, se enmaraña en una barba rala, contornea una nariz algo exagerada, se bifurca en las cejas y se acaba en su cabello entrecano.
Esta allí, frente a su café el hombre que va a morir. No deja de tamborilear sobre el cuaderno negro ni abandona la cucharita de café.
Yo espero, espero que de una vez por todas quite su vista de la vidriera y se dé cuenta que él es el hombre que va a morir.
Es en vano, pasa un largo rato y nada cambia. La lapicera al costado del cuaderno, la mano izquierda que tamborillea, la derecha que juguetea, el pocillo de café, seguramente frío o vacío y él que mira por la vidriera, no ya el 60 ni a un taxi ni el culo de la rubia que ya partió. Solo mira.
El tiempo corre lento, casi se acaba ya la tarde y comienza a aburrirme ese hombre que solo mira por la vidriera.
Pago mi café, me levanto sin quitarle los ojos de encima, voy hasta la puerta, camino cinco paso y espero que el semáforo me de paso para cruzar la avenida.
Titila el muñequito rojo al final de la senda peatonal. Me pregunto cuando me distraje que no vi que se puso verde. Comienzo a cruzar, a medio camino recuerdo que olvidé algo, me regreso. El muñequito rojo está quieto, fijo, ya no parpadea, veo a través de la vidriera el cuaderno negro y a su lado la lapicera, ya no está el hombre que va a morir.
Desde la otra bocacalle el auto azul acelera, velozmente se acerca. Lo ve el hombre que va a morir.

Debo admitir que el éxito es suyo.


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