El mar se espuma al pie del acantilado. Aquí
y allá se alzan, como lamentos subterráneos rocas cubiertas de algas y
moluscos. El mar es un tedioso gris opaco, compitiendo con el cielo. A lo
lejos, en la otra punta de la caleta, se alza lóbrega la casa. Atrás el camino.
Ella está allí. Parada, sus cabellos apenas
ondeado por un soplo que nace del mismo
fondo del mar. El aroma salobre la envuelve y compaña su mirada hasta ese
infinito donde pretende llegar.
¿Que tan profundo será allí el mar? ¿Será su
lecho de afiladas rocas? La efervescencia con que las olas golpean el pie del
acantilado esconde la respuesta.
Quisiera estar allí ya, saber las respuestas
y terminar. De una vez por todas terminar.
Mira el burbujeo que constante se repite,
como si un ignoto caldero hirviera bajo las aguas que lo cubren. Calcula la
distancia, cien… ciento cincuenta metros, tal vez menos, pero si lo suficiente.
La oscura capa que la cubre, cae lánguida, no
es suficiente la brisa para agitarla. Solo su alma se agita. No sabe bien
porque pero se agita.
Se decide, no soporta ya el estarse estática,
una quieta efigie que solo se convulsiona y se quema por dentro. El tiempo es
ahora.
Gira, un paisaje ocre se despliega ante sus
ojos. Retrocede un paso y un pedrusco se adelanta hacia el abismo. No lo mira y
se pierde en el espumajo al pie del acantilado.
Se acumulan los nimbos sobre el borde del
ocaso, cierra los ojos y, decidida, avanza.
El brazo izquierdo, extendido, permite que su
mano tome el borde del manto para que no se despegue de su cuerpo.
Un paso más y todo será distinto.
Su decisión mañana no estará en el diario.
Ilustración: "s/n" - Clau Cordoba
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