Con la serenidad escrupulosa de los que están
acostumbrados
disfruté, pues, en silencio de lo que en
silencio debe disfrutarse.
Fue en un atardecer de aquel entonces, a puertas cerradas,
con la boca abierta, inmóvil, echado a lo
largo del mullido lecho.
Corría el crepúsculo y brillaba, cada vez más
clara, la luna en el cielo,
como obedeciendo casi a un viejo pacto no
olvidado.
Unos dedos me hablaban en suave morse
sensorio,
por ello ardía en júbilo exaltado a ratos,
extasiado en otros.
Al entregarme a sus manipulaciones olvidé que
estaba
siendo nuevamente operado en aquel viejo
hospital.
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