Lo dicen todos: “Es más delito agenciarse de
unos tungos que matar un indio”
Y si, para antes de 1900, en esa tierra chata
poblada solo por guanacos, ñandús, y pumas, cubierta de jarilla, neneo y
coironales, donde de a poco, un puñado de gringos, gallegos y algún que otro
portugués van introduciendo ovejas, vacas lecheras y tirando alambres, un
tungo, un caballo, un potro, vale más que un indio.
El caballo obedece, y abona la tierra, el
indio, el indio solo abona la tierra, esa tierra que antes era de él, de la
Cordillera al mar, y que ahora comienza a ser mechada por pobladores que se la
apropian porque si, porque les da la gana.
Para el indio no hay más frontera que el mar,
al este y al oeste, Atlántico y Pacífico. Para el blanco, el huinca, si la hay,
al este Argentina, al oeste Chile, sin marcas, sin mojones, sin aduanas, acá es
nuestro, allá es suyo, o más acá o más allá, no importa, todo depende del día,
de las ganas o el alcohol.
Son pocos los blancos en esa inmensidad de
leguas donde solo el viento reina. Y los indios van siendo menos.
El es blanco, de la Banda Oriental, algunos
dicen que fue parte de la gente de Rivero en Malvinas, que se escapó en
Montevideo cuando el bergantín HMS Beagle llevaba a Inglaterra a los rebeldes
de las islas, otros dicen que no, que solo por olvidar unos negros ojos, un día
desde el Uruguay se puso a cabalgar para el sur, y que solo el estrecho lo paró
en 1888 en el puerto chileno de Punta Arenas, sobre el estrecho de Magallanes,
mezclándose con la turba de marineros, balleneros, loberos, nutrieros y
buscadores de oro que iban a malgastar su dinero en antros de diversión.
Sin sombrero, el pelo largo, enmarañado y
sujeto con una vincha, de tupida y renegrida barba.
Le gustaba el campo, el viento y la libertad,
por eso, y de tanto recorrerlo lo conocía como la palma de la mano. Bueno para
un baqueano, malo para Ascencio Brunel, la policía territorial de un lado, los
carabineros de otro, lo mandaban a robar caballos después de esa frontera que
hoy estaba acá, mañana allá.
Escurridizo el hombre, robaba tropillas y
desaparecía como si se lo hubiese tragado la tierra y aparecía dos días después
como a 20 o 30 leguas del lugar. Un fantasma ese gaucho. Había despenado a un
hombre por una hembra. Eso fue en Punta Arenas, pero fue en duelo criollo algo
legal claro, igual tuvo que tomar debida distancia, y dicen que para despistar
se metió en un cuero de puma. Y nunca lo encontraron.
Este gaucho tiene, podríamos decir, extraños
vicios. El primero, consiste en agenciarse de tropillas ajenas, y el otro que
lo atrae es el de comerle únicamente la lengua a los caballos que mata.
No usa armas de fuego, anda en pelo, sin
ningún peso, a lo sumo una encimera o un cojinillo para el frío; el poncho de
grupa, y abrigado con el facón a la cintura y otro cuchillo en la bota de
potro; nunca con un solo fierro.
Las gentes de Punta Arenas, Güer Aike, Río Gallegos, San Julián, Deseado, el Coyle,
el Genoa, la costa del río Mayo, Trevelin, Gaiman, Rawson, ven desaparecer
tropas de cualquier cantidad y pelo y comienza la leyenda: dicen que lo han
visto cubierto sólo con un cuero de puma, nunca ha matado a nadie, anda robando
caballos para comerle nada más que la lengua.
El inhallable, el escurridizo, Ascencio
Brunel mil veces es apresado, desaparecido y vuelto a aparecer, encarcelado y
fugado, muerto y resucitado, siempre al tiempo se desaparece una tropilla de
caballos, y siempre se aparece uno muerto, sin la lengua.
Una vuelta un agente, si mal no recuerdo creo
que se llamaba Nahuelquier provocaba al preso que iba engrillado y lo
prepoteaba - ¿no le da vergüenza andar robando caballos para comerle nada más
que la lengua? - lo dijo en tono sobrador ese paisanito bruto, para colmo
uniformado y llevando una lata que era más grande que él.
-¿Y sabés una cosa? –lo encara el Oriental
tuteándolo-; lo peor que puede pasarle a un paisano es hacerse milico –
Eso desconcertó y enfureció al policía, y el
preso agregó - Hay que ser bastante maula para hacerse policía; o estar cagado
de hambre - eso dijo el Oriental sin mirarlo siquiera, lo dijo como si
estuviera reprochando a un chico malcriado. Muy seguro de sí ese hombre.
El uniformado, con una bronca que le salía
por los ojos, desenvaina y amenaza con torpeza de novato descargarle un sablazo
a ese hombre zaparrastroso pero a ojos vistas más digno que el paisanito
disfrazado de policía; entonces el sargento, tomándolo del brazo lo ataja: - No
se le pega a un hombre atado, agente – y agregó en un tono confidencial - No
acá, hay muchos testigos –señalando con la vista el grupo de colonos que
observaban al preso.
Y así se anduvo don Ascencio Brunel, el
gaucho comelenguas, por varios años, hasta que el 19 de noviembre de 1904 el
juez letrado de Rawson, Chubut, Navarro Carreaga concedió "la extradición
solicitada de los detenidos Asencio (sic) Brunel y Domingo Santos" y pidió
se oficiase al gobernador de Santa Cruz el traslado de los detenidos hasta Río
Gallegos.
Nunca más se supo de él.
Años después, jubilado el Juez Navarro
Carreaga, pasa sus días en un campito a orillas del Río Chubut, entre Gaiman y
Dolavon.
-Anoche me despertaron los perros, ¿no los
escuchaste viejo?
-No, no escuché nada.
-Claro, si roncabas como un tronco.
Luego, mate en mano, el viejo juez sale a
tirar la yerba del día anterior notando en seguida algo raro en el lugar: el
nochero, que había quedado atado con la soga larga no estaba.
-Que raro –comenta al entrar.
-¿Qué pasa viejo? – pregunta la mujer.
-Que se haya desatado el oscuro, es raro.
Camina hasta la tranquera donde asoma un
bulto lóbrego, allí está el nochero, la boca abierta, sin lengua.
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