Rudelindo Rubalcabar, cayó al pueblo una
madrugada, ni alto ni petizo, ni gordo ni flaco, ni rubio ni morocho, mucho
menos pelirrojo era un tipo común que habitaba detrás de un bigote finito que
se asomaba debajo de su nariz.
Lo primero que vio abierto fue la carnicería,
Rosendo García, bajaba medias reses que
estaban tiradas sobre un carro que arrastraban percherones. Sin preguntarle
nada, le dio una mano, entrando el también las medias reses.
Cuando terminaron, Rosendo, se subió al
pescante y fustigando los percherones llevó el carro hasta el corral. Sin
preguntarle nada Rudelindo, se metió en la carnicería, se puso un mandil blanco
algo manchado de sangre, colgó una media res y se puso a despostarla. Cuando
terminó, colgó las otras.
Llegaron las primeras clientas, cotorreando
novedades. Sin preguntarles nada Rudelindo, alzó los ojos, con las dos manos
apoyadas en el mostrador, en la izquierda la chaira, en la derecha la cuchilla.
Rosendo entró, lo vio parado frente a las
mujeres, y se fue para la caja. Así fueron saliendo, milanesas de nalga,
osobuco para el puchero, maruchas, algún peceto, una que otra colita de
cuadril, entraña para el nieto de la Negra, una tira de asado y seis chorizos
para los albañiles de la otra cuadra.
A la una en punto, Rosendo cerró la
carnicería y salió para su casa. Rudelindo, se quitó el mandil, dejó sobre el
mostrador la chaira y la cuchilla, y lo siguió sin preguntarle nada.
La Antonia tenía la mesa puesta, dos platos,
dos vasos, dos pares de tenedores, dos cuchillos y dos cucharas soperas, unos
panes sobre la mesa, una soda y un litro de vino tinto.
Rosendo se acomodó en la mesa y, sin
preguntarle nada, Rudelindo se sentó frente a él. La Antonia, revolvió el
estofado, sirvió humeante los fideos y allí, de parada, se quedó mirando, sin
preguntarles nada.
Comieron en silencio y en silencio bebieron.
Cuando terminaron, Rosendo se paró, “voy dar la vuelta al perro, Tonia – que
así a su mujer llamaba – vos anda a hacer la siesta” dijo desde la puerta y
salió para la calle.
La mujer lavó los platos, fregó el piso a las
apuradas, entornó las ventanas, y comenzó a desvestirse antes de llegar al
cuarto. Con la puerta abierta, desnuda, se metió en la cama.
Rudelindo, la miró desde la silla, apoyó las
manos en la mesa, se paró parsimoniosamente y se fue para la calle sin
preguntarle nada.
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