sábado, 24 de junio de 2017

La cuenta del café



Muchas veces compartimos las sílabas del café.
Ella se sentaba allí, en esa silla, con su aire ausente.
Sus ojos vagabundos casi no se detenían en mí,
jugaba en paralelo y perpendicular con la tarde,
se dejaba estar parásita de su propio ombligo,
hurgando con su pie el tobogán de mi pantorrilla.
Yo sabía que estaba allí. Y ella sabía que yo sabía.
Olía a espuma gris de anocheceres y  a corazón oscuro,
los codos, melancólicamente desnudos de sueños,
se pluralizaban en los extramuros de sus pechos.
Yo la recorría por dentro sin tocarla. Deseándola.
Ella me regalaba besos aburridos en el borde del pocillo.
Entre mordiscos a la luna compartimos muchas cosas.
Lo sé porque alguna vez palpé el azúcar de su piel
mientras su valle diminuto se diluía en gemidos.
Cuando hervía su autoestima, borraba las vocales,
se divorciaba de sí misma frente a las ventanas
y decía que tenía hambre. Pero hambre con H, ¿Entendés?
No. No entendía. ¿Cómo entender un hambre con H
mirando ese escote donde parasitaban mis deseos?
Entonces se iba dejándome el mentón pintado de violeta,
la cuenta del café, un silencio de opereta y desiertos en el alma.

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