Recibida por un inmensurable aplauso, bajo
ese cielo que le brinda un marco espectacular, la acróbata saluda inclinando
levemente la cabeza y, sonriendo, inicia su número sin igual.
Sus manos, finas y elegantes, se toman del
barral e iza su cuerpo equilibrando con sus piernas en un vaivén que lleva el
ritmo de la música que, allá abajo, desde algún lado, la orquesta brinda bajo
la dirección de una sabia batuta.
Se contornea sobre ese abismo que a sus pies
se abre, no existe red alguna que la proteja, realiza una vertical, luego,
orgullosa se despliega en una bandera haciendo que las luces que la iluminan
arranquen destellos de sus lentejuelas.
El público, expectante, la observa con la boca
abierta, absortos con su lengua afuera. Sus prodigiosas piruetas entremezclan
proezas de trapecista, gimnasta, equilibrista y bailarina, todo allá arriba, muy
alto sobre el suelo.
Un redoble de tamboriles anuncia su número
más arriesgado, el triple salto de la muerte, en el que con los ojos cerrados
ha de saltar desde la silleta en que se encuentra, hacia esa otra que se
balancea en la punta de una pértiga muy lejos, delante suyo.
Un silencio denso como una jalea se apropia
de todos y cada uno de los espectadores, muchos de ellos cierran sus ojos o
cubren sus rostros con las manos, temerosos de un fatal desenlace.
En medio de tal silencio se oye un prolongado
grito que, como si viniera desde lo profundo, retumba en cada rincón del
fastuoso circo:
- Marcela…
es la hora de la leche, bájate ya de la hamaca y andá a lavarte las manos.
Vamos que hace frío.
Pelusa, agitando su cola, la acompaña hasta
la cocina.
Cuánto nos sorprenden los niños! Y son tan pero tan espontáneos y adorables. Muy buen escrito.
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