La tarde se llovía en melancolías, Juan
Manuel la veía peregrinar detrás de las lágrimas de la ventana mientras su café
se iba enfriando lentamente.
Sabor amargo guarda el café de las soledades.
Los goterones formaban burbujas en su repiquetear sobre el asfalto. Intentó
contarlos para acelerar el paso del tiempo. Tarea inútil.
No se aceleran los minutos cuando la
melancolía es una toga que nos doctora en adustos contempladores de la nada.
La calle, infinita, ajena, y anegada le traía
a sus ojos ventarrones de olvidos que se estrellaban contra el vidrio que lo
protegía.
El pocillo solo guardaba una impredecible
borra que nada le auguraba. La tarde del domingo moría sin dejarle novedades.
Al principio no la vio, un inmenso paraguas
azul, desde la vereda de enfrente, le apuntaba directamente emboscando el cuerpo
que ocultaba.
Las botas negras bajaron del cordón y
chapoteando adoquines se acercaban con firmeza hacia donde él estaba.
Se abrió la puerta del bar y un paraguas azul
se abalanzó junto con un torbellino de frío y agua. Detrás estaba ella.
Pero no terminó de verla, sino hasta que el
paraguas se cerró y comenzó a dejar un rastro acuoso y transparente sobre los
viejos baldosones. Se sentó en una mesa contigua, frente a él.
El cabello se le pegoteaba, húmedo y rizado,
sobre el rostro limpio y pálido, sus ojos negros lo miraron, y la boca trazó un
mohín de fastidio. No supo decir si por la lluvia o porque la estaba mirando.
Colgado por su mango de la mesa, el paragua
azul iba lentamente dando vida a un pequeño charco junto a sus botas negras.
Pidió un té con limón y sacó del bolsillo de su campera un atado de
cigarrillos, otra vez el mohín de fastidio le dio un toque especial a su cara,
sobre la vidriera un inmenso cartel recordaba que estaba prohibido fumar dentro
del local.
Notó que Juan Manuel la observaba, y le
regaló una sonrisa como diciendo “paciencia”, mientras el mozo le acercaba su
pedido.
Juan Manuel devolvió el gesto, arqueando las
cejas y levantando los hombros, “no hay más remedio” quiso decirle.
Ella pidió el diario, lo abrió en la
penúltima hoja, lo plegó al medio, y comenzó a hurgar en su cartera.
-
¿No tendrías una
lapicera? – preguntó como quien dice buenos días o buenas tardes - quiero hacer el crucigrama.
Le acercó, estirándose sobre la mesa, un bolígrafo que
guardaba en su bolsillo y volvió a mirar por la ventana.
- Cantidad de meses en que dividían el calendario solar los
aztecas ¿sabes cuantos son? – preguntó la chica del paraguas azul.
- No tengo la menor idea – respondió Juan Manuel – ¿cuantas
letras?
- A ver… dejáme contar… una, dos… nueve. Nueve letras.
- ¿Sabes con que comienza?
- Si supiera no te estaría preguntado no? ¿Porque no te
acercas y me ayudas a completarlo? ¿O tenes algo que hacer aparte de mirar caer
la lluvia?
Juan Manuel abandonó su mesa y su pocillo de café con una
borra que no dice nada y se sentó frente a ella. El paraguas azul, como dejando
espacio, cayó al suelo, mojándolo aún más. Ambos rieron.
No supo si habían terminado el crucigrama o si fue el té
quien se rindió primero, si había pasado media hora o si la tarde entera se
consumió entre definiciones y letras. Lo cierto es que ahora estaban caminando
bajo el paraguas azul hacia su departamento.
Mínimo, apenas un mono ambiente con una kitchenette y un
baño donde goteaba alguna canilla. El resto, una pequeña mesa con dos sillas,
una biblioteca que dividía el ambiente en dos y en la que se apretujaban libros
y un equipo de música, un sillón de un cuerpo sobre el que dormitaba una
campera, y del otro lado de la biblioteca la cama y un televisor.
Al paraguas azul lo colgaron del estante del medio. El
dejó allí su billetera.
No fue necesario encender ni el equipo de música ni el
televisor, la lluvia, ahora ya no tan fuerte, brindaba suficiente intimidad
para lo que deseaban.
La modorra de las horas primeras de la tarde, dio paso al
vértigo de dos cuerpos que se desatan en otras tormentas. No hubo truenos ni
relámpagos sobre esa cama, solo el crepitar del somier en la agitación que
conlleva la acción.
Las luces de la calle y de algún cartel luminoso le permitían
a Juan Manuel observar el mohín de satisfacción que se formaba en esa boca que
dormitaba sobre su pecho. Mirándola se durmió.
Un bocinazo y los gritos de algún repartidor lo
despertaron el lunes por la mañana. Con pereza abrió los ojos y tendió la mano,
el lecho estaba vacío. En el baño la gotera seguía emitiendo su monótona y
monocorde repetición.
Se incorporó lentamente, sacudiéndose la modorra y los
últimos resabios del sueño.
No vio el televisor, ni el equipo de música, ni la
campera dormitando sobre el pequeño sillón. Menos aún la billetera.
El cuarto estaba vacío.
Solo en la biblioteca, en el estante del medio aun
goteaba el paraguas azul.
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