Artemio Estigarribia, era retacón, de abdomen
prominente, brazos cortos y manos regordetas, una figura común que solía pasar
desapercibido y a quien en general no se le daba importancia.
No había recibido mucha educación, apenas un
cuarto grado mal terminado en la escuela rural allá, cuando El Manso se
desprende de la cordillera, a donde fue a parar como peón “pa todo” en las
tierras de los Bahamonde, única familia que se da el lujo de tener la casa en
Chile y gallinero y parte del patio, en la Argentina.
Cuando llegó era apenas unos años mayor que
la más chica de los once hijos de la familia, tal vez por eso el viejo
Bahamonde nunca le sacó los ojos de encima y le marcaba el paso con firmeza de
carabinero.
No es que no le hubiera echado el ojo a la
joven Eti, pero la diferencia social, era la “hija del patrón”, lo cohibía de
cualquier intento.
Sin embargo su precaución no lo libraba de
ser sometido a reiteradas reprimendas y obligado a trabajos que siempre lo
mantenían lejos de las casas, como el campesino denominaba a la casa principal
del fundo.
Artemio tenía un don innato y una habilidad
inigualable con los perros, animales más que necesarios para las actividades
rurales de la zona, principalmente la cría de ganado ovino y en menor medida
vacuno.
A los que ya había a su llegada, se los supo
ganar rápidamente, al punto que lo obedecían más que a su propio patrón, lo
cual le ahorraba mucho trabajo, puesto que dos de esos animales eran capaces de
manejar un piño de quinientas ovejas, llevarlas a pastar y, si se cuadraba,
defenderlas del león, tal como los lugareños denominaban al puma americano.
Y cuando luego de los largos inviernos, había
que hacer el rejunte de los vacunos, solo él sabía a qué lugar dentro del
bosque andino, mandar a los perros para que encontraran algunos baguales
perdidos.
Acompañando una vuelta a su patrón a Paso del
León, la población más cercana del lado chileno, para comprar víveres, se
encontró con otro paisano que tenía siete perros de una camada recién parida.
Perros sin raza y de distintos pelajes, por
los que nadie daría ni un céntimo, pero el Artemio, enamorado como era de esos
bichos, más rápido que volando se encariño con tres de ellos, y se los trajo
para el fundo.
Apenas destetados y alimentados con la carne
que el mismo les masticaba para dejárselas blandita dentro de un viejo plato de
chapón, los tres animales crecieron lindos y fuertes, y en cuanto llegaron a
los seis o siete meses, el Artemio se los llevaba con él y los perros viejos a
trabajar al campo.
Demás está decir que si los perros de su patrón
le obedecían y trabajaban más que un valga Dios, estos tres pronto les sacaron
ventajas por varios cuerpos.
Así no pasó más de un año en que solo comenzó
a valerse de su trío perruno, dejando de lado a los perros de “la patronal”.
Faltos de entretenimientos en la lejanía
cordillerana, pronto la fama de sus perros recorrió toda la comarca, desde el
Bolsón a Bariloche, del lado argentino y desde Paso del León a Puerto Montt del
lado chileno.
No había viajero, partida de carabineros o
gendarmes, de paso frecuente por la zona fronteriza o curioso que acertara a
pasar que no pidiera ver como se
comportaban los perros.
Y estos bajo las órdenes del Artemio,
mostraban sus habilidades: uno solo entraba y sacaba treinta ovejas de un
corral, metía una vaca en el brete, separaba un ternero determinado de una
docena de ellos, encontraban un cuis entre el cañaveral, o le traían a su dueño la bataraza más gorda
del gallinero para preparar el puchero.
Aplausos y vivas solo cosechaba el Artemio
Estigarribia con su tres joyas. Aunque, para ser sinceros esto era lo que menos
le importaba.
Su lujo, su verdadero lujo que disfrutaba en
silencio y saboreando con orgullosa picardía su maldad, era cuando le
preguntaban cómo se llamaban su perros.
Sin importar el rango del preguntón, ni la
categoría social o el grado militar, invariablemente se daba el siguiente dialogo:
- Muy bueno amigazo, ¿como se llaman sus perros?
- Cual – respondía inmediatamente el peón
- Ese, el lanudo con manchas negras – insistía el viajero
- Queperro.
- Ese amigazo, o ese otro, el del rabo corto.
- Nojodas
A esta altura casi siempre los que
interrogaban se ponían molestos y con mala cara miraban al viejo Bahamonde,
entonces el Artemio soltaba un silbo y con voz tranquila exclamaba:
-
Cual, Queperro,
Nojodas, vengan, les voy a presentar un caballero.
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