martes, 3 de febrero de 2009

Vida para Lelos

Todo comenzó por el mes de diciembre, más exactamente el 24, una media hora antes de las doce.
A esa hora, los cuatro, con Juan Manuel a la cabeza, saltaron la tapia del viejo cementerio y comenzaron a caminar por esas calles rodeadas de tumbas.
El cementerio, como en casi todos los pueblos del interior, en un principio estuvo en las afueras del pueblo, pero Deseado después fue creciendo, y ese crecimiento fue envolviendo los alrededores del domicilio final y rodeándolo de casas.-
Casas de planes sociales, que es lo mismo que decir viviendas humildes, de dos habitaciones, baño y cocina comedor, con techo a dos aguas, de chapa, pintados de verde, un pequeño jardín adelante y un patio en la parte posterior.
Pero el barrio, Cementerio tenía que ser por fuerza, estaba casi despoblado en la víspera de la Noche Buena, y si alguien había en alguna casa, estaba mas preocupado por el bullicio de las fiestas navideñas que por lo que podía estar sucediendo en el Cementerio.
Con la tranquilidad de saber esto, Juan Manuel y sus acompañantes, caminaban tranquilamente entre las tumbas olvidadas de la parte vieja del camposanto.
Se dirigían hacia el sector nuevo, en el que, por lo general, las tumbas solo son montículos de tierra recién removidos y guardan cuerpos frescos, casi conteniendo un último calor, brindado mas por el doliente cariño de los deudos que los despidieron que por el propio calor humano que la muerte arrebató.-
El contraste entre las dos partes del cementerio es notable, pero esta percepción se va perdiendo a medida que se avanza desde la parte vieja a la nueva.-
Los huesos de los primeros pobladores descansa en la parte mas vieja, en lo que fue el primitivo cementerio, allí hay tumbas olvidadas, seguramente porque ya las familias se extinguieron, junto a asombrosas bóvedas que reflejan el poder adquisitivo de las familias que las poseen, el gusto, (si es que así se le puede decir) de la época, y obviamente, la supervivencia de algún familiar que todavía se ocupa por mantener lozano al menos el nombre de los difuntos, no ya sus cuerpos que a esta altura solo serán polvo en el polvo.
Luego, y siguiendo de este a oeste, sigue el sector intermedio, de las generaciones que siguieron a los pioneros, a los primeros pobladores del territorio y, por lógica, también del cementerio.-
Acá escasean las bóvedas, solo una que otra, de gustos mas modestos, y abundan las construcciones mortuorias bajas, una losa, una cruz, muy escasamente una estrella de David, y en la mayoría de los casos, solo un borde de marmolina que encierra un yuyo siempre verde, tipo uña de gato, coronando el centro de esa morada con un florero u algo semejante para recibir las ofrendas florales que, por lo menos una vez al año, algún alma piadosa deposita en ellas.
Finalmente, ya casi sobre la pared del oeste, y dando al Barrio Cementerio, están las tumbas mas recientes, las de los que resultan últimos habitantes de esa tierra de piedad.
Justamente en este sector esta Juan Manuel y sus tres acompañantes, llegar allí les había levado, desde el tapial que saltaron, aproximadamente unos cinco minutos, y esto no es porque caminaran lento, sino porque un pueblo de siete mil habitantes, como es Deseado, difícilmente pueda tener un cementerio demasiado grande, donde los vivos son pocos difícilmente puedan ser muchos los muertos.-
La cuestión es que, faltando mas o menos quince minutos para la Nochebuena, los cuatro se pusieron a cavar en una tumba pequeña, apenas cerrada esa tarde noche misma.
Cada tanto Juan Manual echaba un vistazo a su reloj, controlando que el avance de la excavación coincidiera con el avance de las manecillas fluorecentes que giraban en su muñeca izquierda.
Cuando apenas cinco minutos restaban para que sonaran las doce campanadas en la iglesia del pueblo, se asomo, en la negritud de la noche, la blanca madera que indicaba que los esfuerzos de los escavadores habían logrado la primera parte de su objetivo: llegar hasta el pequeño ataúd que esa tarde había recibido sepultura.
Juan Manuel apresuró a sus acompañantes, necesariamente a las doce en punto de la noche, y mientras oían el repicar de la Nochebuena, debía ser extraído de las fauces de la tierra el pequeño cuerpo que se hallaba allí sepultado.
Habiendo enganchado en las asas del cajón mortuorio cuatro sogas, con la primer campanada comenzaron a alzar el objeto buscado, y antes de dar la última, ya las cuatro personas deshacían su camino hacia el lado este, llevando, entre los cuatro la pequeña caja de madera con los restos del niño recién muerto.

II
Felipe Santillán, arrastrando sus setenta y pico de años y varios litros de mal vino, llegó hasta su casilla, ubicada en el extremo mas alejado del Pueblo, cerca de la medianoche.
Sacó del interior de la casilla una destartalada silla de caño, la apoyó sobre la pared de chapa y se sentó en ella, pese a que la sentadera de la silla hacía tiempo había desaparecido.
Apoyó sobre el piso el cartón de vino que aún no había bebido, y aprovechando la extraña calidez de esos días de diciembre, se puso a contemplar el estrellado cielo que cubría Deseado.-
La limpidez del firmamento le trajo recuerdos de la isla de Castro, allá en Chile, que había dejado hace mas de cincuenta años, cuando cruzó de Ancud a Puerto Montt y desde allí emprendió el camino hacia Sarmiento primero, ya en la Argentina, luego a Comodoro Rivadavia hasta finalmente recalar en Deseado.
Y los recuerdos llegaron no por el cielo diáfano, sino simplemente, como ocurre siempre con los recuerdos, estos se presentan ante la simple evocación de algún acontecimiento que nos ha estremecido.
Y lo que ahora Felipe estaba evocando, eran esas noches de su infancia, en el fundo donde trabajaban sus padres, que solía pasar tirado bajo los manzanos, mirando simplemente el cielo, generalmente nublado, tratando de encontrar entre los nubarrones, figuras conocidas, que pudiera asociar a las cosas que el conocía.
Eso siempre y cuando la luna le permitiera, con sus destellos plateados, distinguir las nubes de lo oscuro del cielo, cosa que no era común que ocurriera.
Sus primeros años transcurrieron en el campo, cuidando la tierra y los árboles en invierno, cosechando manzanas en verano, fabricando sidra en otoño.-
Así fue hasta que tuvo más o menos dieciocho años, para esa fecha, por una nadería se enojó con su padre y decidió marchar a la Argentina.
Aquí trabajó siempre como peón de campo, en esas estancias interminables que debía recorrer buscando alambrados caídos o animales perdidos.
Al Deseado llegó con una comparsa cuando ya tenía veinte años, trabajó en la esquila de esa temporada, y le pidieron que se quedara en los campos de “La Fructuosa” hasta después de la señalada.
Cuando pasó esta, ya marcadas las ovejas y convenientemente convertidos en capones los corderos, medio que se aquerenció con el lugar y buscó la forma de quedarse en esa estancia.
Allí fue peón de campo, encargado de la huerta, medio hizo de capataz, fue puestero y hasta en mas de una ocasión ofició de casero de las casa grandes, donde dormían los patrones.
Pero ya después de los sesenta años, sus huesos se cansaron de los fríos invernales y sus ojos, harto castigados por el viento, se negaron a ver más allá del alcance de sus manos.
Al mismo tiempo, la desertificación de la patagonia alcanzó a “La Fructuosa” y esta se fue quedando sin animales y sin animales ¿para que tener peones?
Así fue que recayó en Deseado, viejo, con la vista cansada, sin un céntimo guardado, acostumbrado a la soledad del campo, se armó la casilla casi en los límites del pueblo, cerca del basural.
Desarmó unos viejos tambores de doscientos litros que encontró tirados en el basural, los aplanó a fuerza de combos, fue rejuntando tirantes de unas cuantas obras, con ellos armó una estructura simple, el esqueleto de una pieza de dos por cuatro, los cubrió con la chapa de los tambores, metió papel entre la chapa y los tirantes y los fue cerrando por dentro con cartones o con pedazos de terciada o chapa que encontraba por allí.-
Esa fue su vivienda desde entonces y el basural su fuente de provisiones, comida siempre encontraba, mas algunos papeles, botellas y hierros que le servían para ganarse unos pesos serían suficientes como para ir tirando todos los años que le restaran de vida.
Los efectos de las uvas maceradas almacenadas en el tetra brick, le fueron haciendo efecto lentamente, y cuando comenzaron a sonar las doce campanadas de la nochebuena de diciembre pasado, ya el sueño lo había ganado a Felipe.
Para él la Navidad no sería más que otro dolor de cabeza y seguramente una descompostura.-

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