martes, 3 de febrero de 2009

Marca de fábrica

Cada mañana, en verano, cerca de las cinco menos cuarto, el sol comienza a dibujar destellos rojos sobre el mar y a ponerle brillos dorados a los calafates que cubren los cerros que rodean Comodoro Rivadavia.
La sugestiva combinación de mar y cerros le da a la ciudad un carácter muy peculiar que se acentúa los días de viento, tan frecuentes en la primavera y en el verano.-
Aquel, el viento, deja su impronta en toda la comarca, las matas naturales, calafates, espinillos, matas negras, se inclinan, semejando adoradores del Iluminador, hacia el este. Inclinación forzosa que les hace mostrar seca y áridas su partes occidentales dejando solo para lo oriental el natural verdor y la humedad de todo vegetal.-
No escapan a esta característica los árboles que los pobladores han plantado en el transcurso de los años. No muy abundantes por cierto, y casi siempre oficiando de cortavientos, inútil reparo para los ímpetus de los suspiros de Kóoch, el originador del viento en la mitología tehuelche.
Sobre las estribaciones de uno de esos cerros, el que cubre las espaldas de la ciudad, subiendo por la Avda. Kennedy hacia el norte, se encuentra la calle Guaraníes.-
En ella, al ochocientos más o menos, cuarenta y tantos años atrás, Lidia del Carmen con sus veinte años a cuestas se instaló levantando, con sus propias manos, la que sería su vivienda.-
Lidia, siempre del Carmen, como le gustaba que la llamaran, había llegado a Comodoro atraída por su fama de ciudad rápida para hacer fortuna, dejando atrás algún lugar del norte de la Argentina que nunca supo explicar bien cual era o no quiso.-
Sobre finales de la década del 60, Comodoro todavía vivía el alborozo del boom petrolero, la plata se ganaba fácil en jornadas laborales en la boca de los pozos que, cual vampiros ecológicos, succionaban de las entrañas de la tierra la melaza negra que ayudaba a crecer a la ciudad.-
Pero Lidia del Carmen poco o nada sabía del petróleo, sus conocimientos y su educación no le permitían mas que ofrecer sus servicios como empleada doméstica, algo que resultaba infinitamente mayor, en ingresos económicos claro, que lo que su pueblo de origen le hubiera permitido ganar.-
Pero Lidia del Carmen tenía otra cualidad, una que se tiene solamente una vez en la vida y no por mucho tiempo, esto lo comprendió mas tarde: juventud, y decidió explotarla.
Como toda ciudad con primacía de población masculina lo que en esos años abundaban en Comodoro Rivadavia eran prostíbulos y cabaret o whiskerías como se las llamaba por aquellas épocas.
Los había de todos los niveles y gustos, desde los económicos, para los clientes se entiende, y que no resultaban mas que viejos locales atendidos por también viejas trabajadoras del sexo, hasta los que ostentaban un cierto lujo y que eran la puerta de ingreso a la profesión mas antigua para aquellas que, como Lidia del Carmen, poseían el tesoro de la juventud.
Normalmente estos se encontraban en el centro de la ciudad, en la calle Belgrano sobre todo, y aquellos se iban desgranando hacia las periferias, paradójicamente mientras caían en calidad se elevaban sobre los cerros que rodean el “pueblo” como los viejos vecinos llamaban a su ciudad.
“Congo Belga”, “La Gruta”, “Sing Sing”, “Cuartito Azul” pertenecían a esta última categoría, mientras que “Bagattelle”, “Moulin Rouge”, “Soraya” integraban la primera.-
En todos el ambiente interno era el mismo, semipenumbra de luces bajas, preferentemente rojas o azules, densidad de humo de cigarrillo, abarrotamiento de perfumes baratos mezclados con sudor eran el marco en el que una figurada barra servía para que se acodaran los parroquianos hasta tanto alguna de las “meseras” los tentara para reposar mas cómodos en un “privado”.
“Privado” cuya única característica distintiva consistía en ser algo semejante a un sillón ubicado en un lugar mas oscuro aún, lo cual permitía ciertas caricias y ciertos juegos que, de lograr su cometido, introducían al cliente junto a la “mesera” tras alguna puerta por la que se accedía a los placeres de la carne.-
Lidia del Carmen alguna vez había escuchado que al lápiz labial lo llamaban “rouge” y tal vez por esa asociación, pero seguramente por sus fervientes deseos de escapar al destino de empleada domestica, llevó sus veinte años hasta las noches del “Moulin Rouge” en la calle Belgrano.
Pero lo veinteñal, lo juvenil, resulta efímero. Los días pasan, inclementes, y así las semanas, los meses y los años, y sus servicios, si bien requeridos en un principio por su fragancia de carne joven y dura, nunca fueron los suficientes como para que algún petrolero le requiriera matrimonio, cosa frecuente entre hombres solos, cansados de campo, vientos, nevadas y noches frías.
Por lo tanto, a medida que sus años aumentaban, disminuían las posibilidades de ser solicitada por potenciales clientes y, siguiendo los pasos de muchas otras, Lidia del Carmen emprendía el camino, calle Rivadavia arriba o San Martín, para el caso da lo mismo, puesto que las dos resultan igualmente empinadas, hacia los cada vez menos ostentosos lugares de diversión nocturna.
Hacia los cuarenta y pico de años, cansada de ejercitar otras partes de su cuerpo, solo le daba trabajo a sus aductores en el “Sing Sing” de la calle Vélez Sarsfield, que ya no tenía nada de whiskería o cabaret y era un simple prostíbulo con un peldaño mas de nivel que el prostíbulo “oficial” del barrio Jorge Newbery.
Fue por esa época mas o menos, que, en un errado cálculo de días o en un involuntario olvido, su cuerpo fue cambiando de forma, redondeándosele su vientre y aumentando de volumen, sin comprender ella muy bien porque al principio, hasta que esas molestias e hinchazones originales culminaron en un nombre elegido por azar: Susana, con un agregado, del Carmen, como si fuera una marca de fábrica.
La panza de nueve meses primero y luego los llantos de Susana, impidieron que Lidia del Carmen continuara con su diario trabajo de brindar efímeras satisfacciones sobre una cama, por lo tanto, no tuvo más remedio y decisión, que recluirse en la casita de la calle Guaraníes el ochocientos, en el Barrio Ceferíno Namuncurá de Comodoro Rivadavia.

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